Evocación de san Pablo de Tarso, el apóstol de los gentiles y el mayor misionero de la historia, tras Jesucristo, en la fiesta, el 25 de enero de su conversión

 

Por Jesús de las Heras Muela

(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

El calendario litúrgico de la Iglesia reserva para el 25 de enero, este año sábado, la festividad de la conversión del apóstol san Pablo, llamado también el heraldo de Jesucristo, el apóstol de los gentiles, el autor de un importantísimo “corpus” doctrinal en el Nuevo Testamento con sus cartas apostólicas.   San Pablo es también celebrado, junto a san Pedro, con fiesta conjunta, que evoca el martirio en ambos, con rango de solemnidad y con celebración el 29 de junio.

Los santos apóstoles Pedro y Pablo son las dos columnas de la Iglesia y como se reza en el prefacio de esta  misión a un doble ministerio, aunado en Jesucristo y la implantación y consolidación de la Iglesia: “Pedro fue el primero en confesar la fe, Pablo, el maestro insigne que la interpretó; Pedro fundó la primitiva Iglesia con el resto de Israel, Pablo la extendió a todas las gentes. De esta forma, por caminos diversos, los dos congregaron la única Iglesia de Cristo, y a los dos, coronados por el martirio en Roma, celebra hoy el pueblo santo de Dios con una misma veneración”.

Por su parte, en la liturgia de la fiesta del 25 de enero, mañana, festividad litúrgica de la conversión de san Pablo, la oración colecta (la expresa el sentido de la celebración) de la misa se reza: “Oh, Dios, que has instruido al mundo entero con la predicación de san Pablo, apóstol, concede a cuantos celebramos hoy su conversión, avanzar hacia ti, siguiendo su ejemplo, y ser en el mundo testigos de tu verdad. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén”.

La conversión de san Pablo,  y su caída del caballo camino de Damasco para perseguir cristianos,  cuenta en la historia del arte con una amplia y hermosa iconografía de autores como Murillo, Parmigianino, Miguel Ángel, Brueghel, Marcos Gama, Ignacio de RiesPalma el Joven y nuestro Juan Bautista Maíno. De todos estos cuadros, sobresale la recreación que de la escena de la conversión de Pablo realizó, con la técnica barroca del claroscuro y del tenebrismo, el tan gran pintor italiano como personaje polémico y atormentado Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610). Su espléndido óleo sobre este tema, que ilustra este artículo, data de 1610 y se puede ver en la iglesia de Santa María del Pópolo de Roma.

 

Año 8 en Tarso, en la actual Turquía

En el año 8 de la era cristiana, en la ciudad Tarso (actualmente Turquía) nació el apóstol san Pablo. El evangelista san Lucas, con seguridad discípulo suyo, nos informa, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, del que también es autor,  de que su nombre original era Saulo  –en hebreo Saúl, como el rey Saúl–, y que era un judío de la diáspora, dado que la ciudad de Tarso está situada entre Anatolia y Siria. Muy joven, estudió en Jerusalén la ley mosaica a los pies del gran rabino Gamaliel. Había aprendido también un trabajo manual y rudo, la fabricación de tiendas.

La primera referencia que de él tenemos en el Nuevo Testamento (Hechos de los Apóstoles, 7, 54-60) es su asistencia al martirio del diácono san Esteban. Tendría unos 30 años. Como judío celoso y observante, consideraba el mensaje cristiano inaceptable y escandaloso. Por eso, sintió el deber de perseguir a los discípulos de Cristo, incluso fuera de Jerusalén. Precisamente, en el camino hacia Damasco, a inicios de los años treinta, Saulo, según sus palabras, fue "alcanzado por Cristo Jesús

 

“Soy lo que soy por la gracia de Dios”

Mientras san Lucas cuenta, en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hechos de los Apóstoles, 9, 1-18) la conversión de Pablo con abundancia de detalles –cómo la luz del Resucitado le alcanzó, cambiando radicalmente toda su vida–, él en sus cartas ​ (I Carta a los Corintios 15, 8-9) va a lo esencial y no habla solo de una visión, sino también de una iluminación y sobre todo de una revelación y una vocación en el encuentro con el Resucitado. De hecho, se definirá "apóstol por vocación"  o "apóstol por voluntad de Dios" para subrayar que su conversión no fue resultado de pensamientos o reflexiones, sino fruto de una intervención divina, de una gracia divina imprevisible.

“Soy lo que soy por la gracia de Dios” (I Carta a los Corintios 15, 10), exclamará, para añadir en otra ocasión: “Me basta tu gracia. La fuerza se realiza en la debilidad” (Segunda epístola a los Corintios 12, 8). A partir de este supremo y sublime momento de gracia, todo lo que antes tenía valor para él se convirtió,  en pérdida y basura. Y desde aquel momento puso todas sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio. Su vida fue ya sin reservas la de un apóstol deseoso de "hacerse todo a todos" (I Carta a los Corintios 9, 22).

 

“Para mí, la vida es Cristo”

Identidad esencial de san Pablo, el sentido de su vida tras la conversión, fue la radicalidad incondicional en el seguimiento a Jesucristo. Cristo será desde la conversión el único centro de su existencia. Lo que cuenta es poner en el centro de la vida a Jesucristo, de manera que su propio ser y actuar se caracterizó esencialmente por el encuentro, por la comunión con Cristo. A su luz, cualquier otro valor se recupera y a la vez se purifica de posibles escorias. Pablo es el apasionado por excelencia de Jesucristo.

Y su obra apostólica es solo y todo expresión de este amor a Jesucristo, de su configuración con Él, quizás hasta en haber recibido sus mismos estigmas de la cruz: “Pues yo he muerto a la ley por medio de la ley, con el fin de vivir para Dios. Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí. No anulo la gracia de Dios; pero si la justificación es por medio de la ley, Cristo habría muerto en vano” (Gálatas, 2, 20).

Sintiendo agudamente el problema del acceso de los gentiles –los paganos– a Dios, que en Jesucristo crucificado y resucitado ofrece la salvación a todos los hombres sin excepción, se dedicó a dar a conocer este Evangelio, es decir, el anuncio de gracia destinado a reconciliar al hombre con Dios, consigo mismo y con los demás. Desde el primer momento Pablo comprende que esta realidad no estaba destinada solo a los judíos, sino que tenía un valor universal y afectaba a todos, porque Cristo nos ha salvado a  todos.

 

Apóstol de las gentes por mares y caminos

Y esta vocación universal de la condición cristiana, Pablo la vivió en primera persona, predicándola con el ejemplo. Es el apóstol itinerante y viajero por excelencia. El punto de partida de sus viajes paulinos fue la Iglesia de Antioquía de Siria. Desde allí, en un primer momento, se dirigió a Chipre; luego, en diferentes ocasiones, a las regiones de Asia Menor (Pisidia, Licaonia, Galacia); y después a las de Europa (Macedonia, Grecia).

Pablo acudió asimismo  más importantes ciudades de entonces, todas ellas en la orilla norte del Mediterráneo: Éfeso, Filipos, Tesalónica, Corinto, sin olvidar Berea, Atenas y Mileto. Incluso pudo viajar a España, en el extremo occidental del Imperio.

 

Apóstol de las gentes con  trabajos, cárceles, azotes

En el apostolado itinerante de san Pablo no faltaron dificultades, que afrontó con valentía, decisión y perseverancia por amor a Cristo, el eje radial de su vida y ministerio. Él mismo recuerda que tuvo que soportar "trabajos, cárceles, azotes”…; muchas veces peligros de muerte (Segunda epístola a los Corintios, 6, 5).

“Tres veces fui azotado con varas; una vez lapidado; tres veces naufragué. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias” (Segunda epístola a los Corintios, 11, 23-28).

 

“¡Ay de mí si no evangelizare!”

La acción evangelizadora de San Pablo encontró en las cartas a las distintas comunidades y discípulos suyos una de sus principales y más fecundas herramientas. La tradición cristiana atribuye a Pablo trece cartas o epístolas, una vez que la crítica moderna descarta su autoría de la carta o epístola a los Hebreos.

La exégesis actual considera incuestionablemente como del propio Pablo las siguientes Cartas: a los Tesalonicenses,  las dos a los Corintios, las escritas a los Gálatas y a los Romanos, la carta a los Filipenses y la dirigida a Filemón. El resto si un día se pudiera demostrar que no salieron directamente de sus manos, lo indudable es que nacieron en muy próximos entornos y círculos paulinos.

Las cartas paulinas son textos de importancia teológica, histórica, espiritual y pastoral de primera magnitud. Quizás el más relevante de todos ellos –muy vinculado con la epístola a los Gálatas– es la Carta a los Romanos, a modo de testamento del apóstol y de síntesis de su vida y predicación: solo Jesús salva, y su Evangelio es fuerza de salvación para todos cuantos lo acogen por la fe.

Y todo ello para hacer realidad en su vida lo que escribió en la I Carta a los Corintios, 9, 17-17: “El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!”.

 

La corona de la gloria que no se marchita

Don Quijote de la Mancha –escribe Miguel de Cervantes– viendo un retrato en lienzo de san Pablo exclamó: “Fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás, caballero andante por la vida y santo a pie por la muerte, trabajador incansable de la viña del Señor, doctor de las gentes a quienes sirvieron de escuela los cielos, y de catedrático y maestro el mismo Jesucristo”.

Pablo, sí, brilla como una estrella de primera magnitud en la historia de la Iglesia, y no solo en sus los orígenes. San Juan Crisóstomo lo exalta como personaje superior incluso a muchos ángeles y arcángeles. Dante Alighieri, en la “Divina Comedia”, lo define como "vaso de elección",  como  instrumento escogido por Dios.

Denominado también el "decimotercer apóstol", él insiste mucho en que es un verdadero apóstol, habiendo sido llamado por el Resucitado e incluso "el primero después del Único".  Tras Jesús, es el personaje de los orígenes del que tenemos más información, y probablemente el de mayor influencia en toda la historia del cristianismo.

Fue martirizado en Roma, a espada, en torno al año 68 o 69 de nuestra. Pablo había, sí, corrido bien la carrera, había mantenido la fe y le esperaba y le llegó la corona de la gloria que no se marchita, como el mismo había escrito (I Carta a los Corintios 9, 16-19. 22b-27).

 

Texto publicado en NUEVA ALCARRIA el viernes 24 de enero de 2020  

Por Juan Pablo Mañueco

(escritor y periodista)

 

 

 

Un soneto me manda hacer Sigüenza

que es ciudad que al Doncel nacer le vio.

Apenas tal beldad alba miré y leyó,

sembré rimas que este cuarteto trenza.

.

Segundo cuarteto la seo asió

donde obispo sus oficios entrenza.

Con este verso se acaba simienza

de los dos cuartetos. Seo rimó.

.

Románica urbe, alcázar fortaleza

de los obispos guerreros. Prehistoria.

Gótico. Renacimiento. Belleza.

.

barroca. Contemporánea gloria…

Y si poco fuera, Naturaleza.

Concluye postrer verso trayectoria.

.

Otro día callejearemos más Sigüenza,

que ni un soneto ni mil agotaren historia.

Si os supo a poco, volved hacia ella la memoria.

O leedlo de nuevo... El soneto recomienza

 

-

Juan Pablo Mañueco.

Premio CERVANTES-CELA-BUERO VALLEJO

Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, 2016

 

Vídeo autor

https://www.youtube.com/watch?v=HdKSZzegNN0

 

Libro "Cantil de Cantos"

Por Ángel Moreno

(de Buenafuente)

 

 

Al volver, una vez más, a Tierra Santa, la gente me pregunta si siento algo nuevo. Y yo respondo que, ante el rostro amigo, nunca se lleva cuentas de haberlo visto.

Esta vez, la noche se hizo luz, Belén brillaba, Nazaret resplandecía. Nochebuena de nuevo, el silencio elocuente. En lo discreto, la vida de quienes permanecen orantes y vecinas del Misterio que cambió la historia permanece.

En Nazaret hemos entrado entre luces y lluvia copiosa, mas el silencio se hizo palabra en el desierto, la tarde fue ocasión de adoración discreta, enamorada. Es distinto visitar que celebrar la Tierra Santa, es diferente caminar con nerviosismo, que recorrer orante las calles y lugares bendecidos. Y sentir el privilegio de la hospitalidad nativa.

Volver a Galilea no es por nostalgia, que esta tierra va dentro del corazón creyente, donde el amor abraza sin merecerlo, y el barro se capacita para la gracia, y se hace cuenco vacío para recibir el beso del artesano.

Esta vez he vivido lo que no se ve al mediodía, al rezar atardecido donde Foucauld, y donde las de Calcuta adoran en pobreza. He sido bendecido, al terminar el día, al quedar arrodillado ante la casa de María, y al caminar por las calles nazarenas, regalado de luces de colores, por ser Epifanía.

Y el corazón se esponja, al tiempo que recuerda a quienes desea perciban en su lucha una ráfaga de aliento, de fuerza, de consuelo. No sabré si el recuerdo orante ha sido causa de que otros sientan alivio en sus quehaceres, pero yo me siento obligado, al gozar del privilegio de la peregrinación asidua a Tierra Santa, a rezar por tantos que confían los presente en la gruta nazarena, ante el pesebre de Belén, y en el Calvario.

Y doy fe de llevar sobre mis hombros el clamor de los que esperan confían que el signo providente acontezca en sus vidas.

Por José Ramón Díaz-Torremocha

(Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)

 

 

Me decía mi amigo y consocio Jacinto hace varios años que, cuando nacemos, aunque no siempre seamos capaces de asumirlo de adultos, venimos al mundo con una clara expectativa por parte del Buen Dios, del Misericordioso, para cada uno. Nadie viene al mundo para nada en la mente del Buen Dios. Nadie nace, sin que Él espere algo de cada uno.  Él espera de todos: también de mí, ¡claro! No creáis que quiero “escaquearme”. Pero también de ti que me lees. De todos, espera una respuesta el Buen Dios para que, la Historia de la Salvación, siga adelante. ¡¡De todos!! 

Nos decía Jacinto y nos animaba, a examinar cuál era la expectativa que el Buen Dios, tendría para cada uno de los miembros de aquella pequeña Conferencia. Cuando le contestábamos indicando la dificultad para conocerla, conocer la expectativa, Jacinto ponía cara de asombro y nos indicaba: “pero si es muy fácil: ¿qué es lo mejor que sabes hacer? ¡pues esa cualidad es la que tienes que poner a disposición de la extensión del Reino! ¿No digáis que no es fácil?” 

Si esa “búsqueda” íntima fallaba, Jacinto nos aconsejaba leer muy despacito el “Sermón de la Montaña” (Mateo 5, 1-12) y nos aseguraba que, en alguna de las Bienaventuranzas, encontraríamos la que nos “tocaba” el corazón y nos indicaría desde dentro de nosotros mismos, qué era lo que teníamos que hacer. En dónde y cómo debíamos entregarnos. Por quién o a quiénes deberíamos ayudar a combatir cualquier sufrimiento personal de los muchos existentes. 

A algunos, podía parecernos utópico parte de sus planteamientos, pues éramos pocos y muy jóvenes los que conformábamos la Conferencia. Carecíamos de las fuerzas que parecía exigirnos las palabras de Jacinto, así llegaba a exponerlo algún joven participante, con cierta jactancia, con humana seguridad. Jacinto, lo miraba y callaba. Para mí, creo que pedía desde su intimidad, encontrar las palabras justas, para corregir sin herir. Siempre lograba aquello que, para tantos, era una utopía esplendida, a veces inalcanzable. 

Jacinto, con su actitud, nos enseñaba a intentar encontrar las palabras justas para corregir al hermano que, a veces, tantos fracasos nos propinaban y también nos ayudaba a ser más humildes. Esos fracasos, nos animaban a abandonar, en ocasiones, una irritante seguridad humana en nosotros mismos a la hora de corregir al hermano. Nos hacía ver Jacinto, con su actitud, la importancia de reconocer que ni éramos los mejores, ni debíamos aspirar a serlo en cualquier terreno. Decía también que, sin oración, sin aspiración a la santidad, no podíamos conseguir nada serio. 

Humanamente, siempre habría alguno más sabio, simplemente más listo, que había dedicado más tiempo al estudio o era más santo. Pues de santidad, se nos examina muchas veces a lo largo de la vida y se opina con ligereza, de la poca o mucha que poseemos. Santo sólo es Dios. (Me gusta recordar siempre esta frase del “aburrido” Levítico 20, 26: “Sean para mí santos, porque yo el Señor, soy santo y los he separado de los demás pueblos para que sean míos”).

Terminado el silencio con el que todos esperábamos la respuesta del querido hermano, Jacinto, muy bajito, casi para que le oyera exclusivamente el consocio que había hecho la afirmación de nuestra incapacidad por falta de fuerzas, Jacinto musitaba: “tiene toda la razón, no tiene fuerzas para hacer frente a tarea tan dura con tanto esfuerzo como se necesita, tampoco ninguno de nosotros, “pero……… ¿sabe de lo que son capaces usted y Dios juntos? ¿Ha pensado en ello?” Terminaba siempre, recordándonos a Pablo: Todo lo puedo en Aquel que me conforta” e insistía por su cuenta dando un especial énfasis: ¡TODO! 

Seguía después un largo silencio y más tarde empezaban a surgir ideas que demostraban que en aquel silencio, todos se habían encomendado y allí estaba el resultado. Se encontraría o no la solución. Habríamos orado bien o mal o simplemente, no era el momento de lo que le pedíamos al Misericordioso o nuestra preparación era precaria. Pero Él había estado entre nosotros y de alguna manera, nos había conducido. 

Se había entendido que, para la labor, carecíamos de fuerza y se necesitaba la del “Socio Principal”. Parecía que a veces, ignorábamos que el Bien, siempre viene de Dios y que, sin Él, sin Dios, siempre quedará incompleto cualquier cosa que pretendamos iniciar. Por buena que nos pareciera a primera vista. En algún momento, algo se nos “habría olvidado” cuya solución sólo estaba en el Padre. 

María, siempre la Madre, siempre María. 

En su comienzo ¡buen año en el servicio a la extensión del Reino!

En el tercer domingo del tiempo litúrgico ordinario, este año el 26 de enero, y con la figura de san Jerónimo como especial guía e intercesor

 

Por Jesús de las Heras Muela

(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

 

 

Con fecha del pasado 30 de septiembre, memoria litúrgica de san Jerónimo y como preparación al XVI centenario de su muerte, el Papa Francisco escribió la carta apostólica en forma de motu proprio «Aperuit illis» (AI), con la que se instituye el Domingo de la Palabra de Dios en el tercer domingo del tiempo ordinario.

Para conocer esta carta apostólica y a san Jerónimo –autor de la célebre, paradigmática  y emblemática frase «La ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo»- y para prepararnos a esta nueva jornada eclesial (el III domingo del tiempo ordinario será el próximo 26 de enero), he aquí una breve semblanza biográfica del santo y una selección de las principales frases de la carta apostólica del Santo Padre.

 

San Jerónimo, el santo de la Palabra de Dios 

Padre de la Iglesia latina y doctor de la Iglesia, Eusebio Jerónimo de Estridón (por la localidad dálmata, en la actual Croacia, donde nació en el año 340), recibió el Papa  san Dámaso I, en el año 382, el encargo de traducir al latín la la Biblia a partir de su versión original en griego y hebreo. Su traducción, conocida como la Vulgata de san Jerónimo, será normativa en toda la Iglesia durante cuatro siglos,  desde el año 1546, en el Concilio de Trento, y hasta el Concilio Vaticano II. Para poder este trabajo de traducción, se trasladó a vivir a Belén, donde falleció el 30 de septiembre del año 420. Fue ordenado sacerdote a los 40 años.

Junto a su estudio y trabajo de las Sagradas Escrituras, san Jerónimo llevó durante décadas una vida eremítica y ascética (pintores y artistas como GhirlandaioLeonardo da Vinci, El Bosco, Durero, Patinir, Caracci, El Greco (ver foto que ilustra este artículo), Velázquez, Alonso Cano, Martínez Montañés, Caravaggio, RiberaSalzillo, Torgiano,… legaron espléndidas obras de arte sobre él y su vida dedicada a la Palabra de Dios, a la oración y a la penitencia).

Junto a santa Paula de Roma (347-404), promovió la creación de monasterios en Tierra Santa, germen de lo que después, desde el siglo XIV en el monasterio de San Bartolomé de Lupiana, gracias al guadalajareño Pedro Fernández Pecha,  será la orden monástica jerónima u Orden de San Jerónimo, con ramas masculina y femenina.

 

«Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras» 

Con estas palabras, traducidas del original latino («Aperuit illis»), procedentes del relato evangélico de san Lucas (24,45) del encuentro de Jesús Resucitado con los discípulos de Emaús, comienza el Papa la carta apostólica mediante la cual instituye el Domingo de la Palabra de Dios y lo hace coincidir con el tercer domingo del tiempo litúrgico ordinario, en 2020, el próximo 26 de enero. Y avala Francisco con esta frase, con la que comienza la aludida selección de citas de la carta apostólica:

 

(1).- La relación entre el Resucitado, la comunidad de creyentes y la Sagrada Escritura es intensamente vital para nuestra identidad. Si el Señor no nos introduce es imposible comprender en profundidad la Sagrada Escritura, pero lo contrario también es cierto: sin la Sagrada Escritura, los acontecimientos de la misión de Jesús y de su Iglesia en el mundo permanecen indescifrables. 

(2).- Tras la conclusión del Jubileo extraordinario de la misericordia, pedí que se pensara en «un domingo completamente dedicado a la Palabra de Dios, para comprender la riqueza inagotable que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo». 

(3).- Dedicar concretamente un domingo del año litúrgico a la Palabra de Dios nos permite, sobre todo, hacer que la Iglesia reviva el gesto del Resucitado que abre también para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por todo el mundo esta riqueza inagotable. 

(4).- Con esta Carta, tengo la intención de responder a las numerosas peticiones que me han llegado del pueblo de Dios, para que en toda la Iglesia se pueda celebrar con un mismo propósito el Domingo de la Palabra de Dios.

(5).- Así pues, establezco que el III Domingo del Tiempo Ordinario esté dedicado a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios. Este Domingo de la Palabra de Dios se colocará en un momento oportuno de ese periodo del año, en el que estamos invitados a fortalecer los lazos con los judíos y a rezar por la unidad de los cristianos. No se trata de una mera coincidencia temporal: celebrar el Domingo de la Palabra de Dios expresa un valor ecuménico, porque la Sagrada Escritura indica a los que se ponen en actitud de escucha el camino a seguir para llegar a una auténtica y sólida unidad.

(6).- En este domingo, de manera especial, será útil destacar su proclamación y adaptar la homilía para poner de relieve el servicio que se hace a la Palabra del Señor. En este domingo, los obispos podrán celebrar el rito del Lectorado o confiar un ministerio similar para recordar la importancia de la proclamación de la Palabra de Dios en la liturgia. Asimismo, los párrocos podrán encontrar el modo de entregar la Biblia, o uno de sus libros, a toda la asamblea, para resaltar la importancia de seguir en la vida diaria la lectura, la profundización y la oración con la Sagrada Escritura, con una particular consideración a la lectio divina.

 

La Palabra es de y para todo el Pueblo de Dios

 (7).- La Biblia no puede ser sólo patrimonio de algunos, y mucho menos una colección de libros para unos pocos privilegiados. Pertenece, en primer lugar, al pueblo convocado para escucharla y reconocerse en esa Palabra.

(8).- A menudo, se dan tendencias que intentan monopolizar el texto sagrado relegándolo a ciertos círculos o grupos escogidos. No puede ser así. La Biblia es el libro del pueblo del Señor que al escucharlo pasa de la dispersión y la división a la unidad. La Palabra de Dios une a los creyentes y los convierte en un solo pueblo.

(9).- La Biblia no es una colección de libros de historia, ni de crónicas, sino que está totalmente dirigida a la salvación integral de la persona. El innegable fundamento histórico de los libros contenidos en el texto sagrado no debe hacernos olvidar esta finalidad primordial: nuestra salvación. Todo está dirigido a esta finalidad inscrita en la naturaleza misma de la Biblia, que está compuesta como historia de salvación en la que Dios habla y actúa para ir al encuentro de todos los hombres y salvarlos del mal y de la muerte. 

La homilía y la catequesis, al servicio de la Palabra de Dios

(10).- La homilía, en particular, tiene una función muy peculiar, porque posee «un carácter cuasi sacramental» Ayudar a profundizar en la Palabra de Dios, con un lenguaje sencillo y adecuado para el que escucha, le permite al sacerdote mostrar también la «belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien». Esta es una oportunidad pastoral que hay que aprovechar.

(11).- De hecho, para muchos de nuestros fieles esta es la única oportunidad que tienen para captar la belleza de la Palabra de Dios y verla relacionada con su vida cotidiana. Por lo tanto, es necesario dedicar el tiempo apropiado para la preparación de la homilía. No se puede improvisar el comentario de las lecturas sagradas. A los predicadores se nos pide más bien el esfuerzo de no alargarnos desmedidamente con homilías pedantes o temas extraños. Cuando uno se detiene a meditar y a rezar sobre el texto sagrado, entonces se puede hablar con el corazón para alcanzar los corazones de las personas que escuchan, expresando lo esencial con vistas a que se comprenda y dé fruto. Que nunca nos cansemos de dedicar tiempo y oración a la Sagrada Escritura, para que sea acogida «no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios» (1 Ts 2,13).

(12).- Es bueno que también los catequistas, por el ministerio que realizan de ayudar a crecer en la fe, sientan la urgencia de renovarse a través de la familiaridad y el estudio de la Sagrada Escritura, para favorecer un verdadero diálogo entre quienes los escuchan y la Palabra de Dios.

 

Palabra de Dios y Sacramentos 

(13).- El Concilio Vaticano II nos enseña: «la Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo». El contacto frecuente con la Sagrada Escritura y la celebración de la Eucaristía hace posible el reconocimiento entre las personas que se pertenecen. Como cristianos somos un solo pueblo que camina en la historia, fortalecido por la presencia del Señor en medio de nosotros que nos habla y nos nutre. 

(14).- El día dedicado a la Biblia no ha de ser “una vez al año”, sino una vez para todo el año, porque nos urge la necesidad de tener familiaridad e intimidad con la Sagrada Escritura y con el Resucitado, que no cesa de partir la Palabra y el Pan en la comunidad de los creyentes. 

(15).- La Sagrada Escritura y los Sacramentos no se pueden separar. Cuando los Sacramentos son introducidos e iluminados por la Palabra, se manifiestan más claramente como la meta de un camino en el que Cristo mismo abre la mente y el corazón al reconocimiento de su acción salvadora.

 

Palabra de Dios, Espíritu Santo y María 

(16).- El papel del Espíritu Santo en la Sagrada Escritura es fundamental. Sin su acción, el riesgo de permanecer encerrados en el mero texto escrito estaría siempre presente, facilitando una interpretación fundamentalista, de la que es necesario alejarse para no traicionar el carácter inspirado, dinámico y espiritual que el texto sagrado posee. 

(17).- A menudo se corre el riesgo de separar la Sagrada Escritura de la Tradición, sin comprender que juntas forman la única fuente de la Revelación. El carácter escrito de la primera no le quita nada a su ser plenamente palabra viva; así como la Tradición viva de la Iglesia, que la transmite constantemente de generación en generación a lo largo de los siglos, tiene el libro sagrado como «regla suprema de la fe».

(18).- Cuando la Sagrada Escritura se lee con el mismo Espíritu que fue escrita, permanece siempre nueva. Y nos señala constantemente el amor misericordioso del Padre que pide a sus hijos que vivan en la caridad.

(19).- Escuchar la Sagrada Escritura para practicar la misericordia: este es un gran desafío para nuestras vidas. La Palabra de Dios es capaz de abrir nuestros ojos para permitirnos salir del individualismo que conduce a la asfixia y la esterilidad, a la vez que nos manifiesta el camino del compartir y de la solidaridad.

(20).- En el camino de escucha de la Palabra de Dios, nos acompaña la Madre del Señor, reconocida como bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que el Señor le había dicho (cf. Lc 1,45).

 

Texto publicado en NUEVA ALCARRIA el viernes 17 de enero de 2020

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