> Un artículo de Ángel Díaz Matarranz

> Delegación Diocesana de Migraciones

 

 

 

Está en boca de muchos autóctonos: «Es que los inmigrantes no se integran… Forman guetos… No se preocupan de conocer nuestro idioma… Dificultan la convivencia social…». A mi modo de entender, la palabra integrar está mal entendida y usada. Dice el Diccionario de la Lengua Española que integrar es «completar un todo con las partes que faltaban». Cuando se está pidiendo que los que vienen de otros países se integren, generalmente lo que se interpreta es que hablen como nosotros; que se vistan y se peinen como nosotros; que se diviertan como nosotros; que crean, que sean agnósticos o que sean ateos como nosotros… En fin: básicamente, que se pongan nuestro mismo «uniforme». En ese sentido, algunos sí se han integrado: hablan igual de mal; se aíslan como lo hacemos nosotros en nuestras urbanizaciones, barrios y clases sociales; son delincuentes como muchos de aquí… Ahí han «aprendido bien» a integrarse. Pero, en realidad, no lo han hecho: no han aportado al todo la parte nueva que representan y traen de sus lugares de origen; más bien han renunciado a ella.

Quienes sí se han integrado bien han sido aquellos que se han sentido acogidos y han aportado sus vivencias, cultura y religión; aquellos que han traído sus costumbres, respetando y participando cuando y como han querido en las nuestras. Por tanto, es clave la acogida, porque, cuando hay hostilidad, rechazo o indiferencia, es difícil tratar de integrarse.

Generalizar y culpabilizar a un colectivo por lo que hacen algunos individuos es manipular la información. ¿Por qué no se hace lo mismo, alabando y poniendo de ejemplo a los inmigrantes, cuando se ve el buen hacer de muchos de ellos? Creo que debemos mirar más a la puerta de al lado, donde viven esos africanos, americanos, asiáticos o europeos, que son ejemplo de integración y respeto. Creo que debemos escuchar sus vidas y compartir con ellos nuestro tiempo para darnos cuenta de que, en lo esencial, todos somos iguales, porque todos somos humanos y hermanos. Es así como nos integramos todos y salimos de nuestros propios mundos cerrados para construir un mundo más grande, abierto y libre.

Ana I. Gil 

(Delegada de Apostolado Seglar)

 

 

Un nuevo año vivimos la solemnidad de Pentecostés una de las más importantes en nuestro calendario, puesto que actualizamos el cumplimiento de la promesa de Cristo a los apóstoles de que el Padre enviaría al Espíritu Santo para guiarlos en la misión evangelizadora. Cada uno de nosotros estamos llamados a descubrir que somos misión.

Como nos recuerda el Papa Francisco: “La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar, no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo (EG, n.273).

La motivación principal para realizar la misión evangelizadora se halla en el encuentro personal con el amor de Jesús. El Papa, afirma que no se puede perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con El que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo.

El verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él.

Como laicos estamos llamados a ser discípulos misioneros de Cristo en la Iglesia y en el mundo, “bautizados y enviados”.

Nos tenemos que sentir protagonistas, corresponsables y partícipes de la misión salvífica de la Iglesia.

Para esta misión, para ser misión en nuestro día a día en lo cotidiano, tenemos que desarrollar un talante nuevo, de caminar juntos, que se denomina sinodalidad.

Para poder crecer en sinodalidad es necesario que aprendamos a trabajar no por oficinas aisladas, sino por proyectos, que son los que nos ayudan a ir creciendo en búsqueda de objetivos y logros comunes.

Tenemos que ser Iglesia en salida, llamados a vivir el sueño misionero de llegar a todas las personas (niños, adolescentes, jóvenes, adultos, ancianos) y a todos los ambientes (familia, trabajo, educación, ocio…).

Llamados a vivir la santidad, en nuestras realidades, con sus riesgos, desafíos y oportunidades (GE, n2). En lo cotidiano está la misión.

Todo ello será posible desde la escucha de Dios en la oración y reconociendo los signos que él nos da. Saber discernir qué es lo que el Espíritu quiere de cada uno de nosotros.

Hoy nuestra Iglesia diocesana vive un Don, un momento de gracia con nuestro sínodo diocesano, donde poder ir descubriendo que espera de nosotros como diócesis, que espera de ti y de mí.

Estamos llamados a ser misión, yo, tu somos misión. ¡VIVELO!

Por José Ramón Díaz-Torremocha

(de las Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)

 

 

 

Hace años, un día cuando las canas aún no se habían enseñoreado de mi cabeza, Jacinto me decía viéndome un poco triste, que no debíamos pensar que todo el que llega, el nuevo consocio que se une a nuestra Conferencia, lo es para siempre y que nunca la abandonará. Lo habitual la mayoría de las veces, es que el que llega a una Conferencia, ya no la deja hasta que sea llamado al abrazo del Padre misericordioso. He conocido y todavía mantengo contacto con alguno de ellos, a consocios que después de toda una vida ofrecida en el esfuerzo de ayudar al que sufre, cuando ya no pueden salir de casa donde la enfermedad o simplemente la vejez les retiene, se convierten en consocios orantes por aquellos que siguen sirviendo como lo hicieron ellos años atrás. Pero no siempre es así, ni debe serlo decía en su sabiduría nuestro consocio Jacinto.

A cada uno, le tiene reservado el Buen Dios un camino que no es el mismo para el que corre a su lado, aunque hagan unos cuantos kilómetros juntos y aportando cada uno lo mejor que puede para enriquecer al otro. Esa disponibilidad, sí debe ser común en ambos, pero el camino de cada uno, ese sólo lo marca el Buen Dios si aprendemos a saber escucharle. Si aprendemos a conocerle en las diferentes maneras en las que nos regala a diario Su Amor y su consuelo. También sus “sugerencias”.

El paso de una temporada en la pequeña comunidad que forma cada Conferencia, debe tener de reto para el resto de los consocios, el deseo de servirle espiritualmente y para el consocio nuevo un modo de aprender y conocer la rica espiritualidad a la que es capaz de llegar un pobre grupo de laicos. Que saben que no lo saben todo y así lo aceptan sin más pretensiones y que son capaces, cuando surge la duda, de recurrir al sacerdote para que los ilumine allá donde se encuentren sombras. No van de “pesca” para aumentar el número de los consocios de la Conferencia y sí con el mayor espíritu de servirse unos a otros para crecer espiritualmente. Esa es la filosofía de cada Conferencia o al menos……… así debiera ser.

El amable lector, comprenderá que la tristeza que me embargaba y que sagazmente supo detectar e incluso dar explicación el amigo Jacinto, venía provocada por el abandono de algún consocio que había encontrado su camino al margen de la Conferencia. Tristeza, pues todos creemos que nuestro camino, el carisma que nos une, siempre “es el mejor”.

A partir de la llamada de atención de Jacinto, cambié. Ya no había preocupación o tristeza por la marcha del consocio. Bendito él si había encontrado su senda, su trayecto espiritual. Ahora me preguntaba y ese era mi pequeño tormento en aquella hora, si realmente mi Conferencia, le había ayudado a encontrarlo. ¡Ojala hubiera sido así! ¡Ojalá no le demostráramos, no le diéramos la impresión, que no era más que una cifra que deseábamos para engrosar una estadística! ¿Habríamos dado la respuesta y el ejemplo que el Buen Dios deseaba de nosotros cuando nos lo envió? ¿La habría recibido él así?

Confío mucho en que lo hubiéramos logrado. Era una Conferencia muy mariana y María, nunca, nunca, abandona a sus hijos cuando la necesitamos.

 

José Ramón Díaz-Torremocha, de la Sociedad de San Vicente de PaúlConferencia de la Santa Cruz de Marchamalo Guadalajara (España)

Por Juan Pablo Mañueco

(escritor y periodista)

 

 

No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido



Anónimo. Siglo XVI

 

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Jesús, no para amarte es que me mueve

la promesa futura de tu cielo,

ni tampoco el infierno, sin consuelo.

Es amor hacia ti quien que me eleve.

 

A Ti me mueves Tú mismo, del suelo

verte en cruz, clavo en leño tu relieve.

Vejado y ultrajado, me remueve

a ascender hasta Ti, a darte consuelo.

 

Muévenme las afrentas que han herido

tu cuerpo sangrante, que señalara

el amor que tu ofrenda demostrara

a cada golpe de martillo unido.

 

Tu amor obra en tal modo que te amara

sin cielo, y sin infierno, igual temido,

que el tuyo amor y reino es que ha venido

a enseñarnos Amor. Y eso sobrara.

 

Y más, que tu natura, cuando humana,

ante el clavo que a carne ha desgarrado

-hálito alado lanza la ha sacado

tras última tu sangre-... Lo que mana

 

es tu divinidad ya, y sale hermana.

 

Juan Pablo Mañueco

Del libro "Los poemas místicos y otras estrofas novicias"

http://aache.com/tienda/654-cantil-de-cantos-viii.html

 

> Un artículo de Pepe Magaña

> Delegación Diocesana de Migraciones

 

 

 

El Concilio Vaticano II es el acontecimiento clave para la modernización de la Iglesia en el siglo XX. Juan XXIII y Pablo VI son figuras decisivas: el primero, por la sorprendente convocatoria del mismo; el segundo, por su papel en el desarrollo y conclusión.

A. La pastoral de migraciones surge en el siglo XIX. León XIII recogió la inquietud de los pioneros. El papa Pío XII la ordena y formula oficialmente en Exsul Familia (1952). En el n.º 80 sanciona que a los extranjeros se les ha de asegurar una atención pastoral «en una forma proporcionada a sus necesidades y no menos eficaz que aquella de la cual gozan los demás fieles en su diócesis». Por entonces, la mayoría de los migrantes eran católicos (europeos sobre todo, era un fenómeno masivo en Italia) con graves dificultades para vivir su fe en la situación de emigración.

B. En la segunda mitad del siglo XX cambiaron las circunstancias. Las migraciones se globalizan. Los padres conciliares tienen ante ellos, además de al migrante católico, la situación precaria que viven los migrantes en general. Por eso se centran en la defensa de la dignidad de la persona y de sus derechos –en peligro en las circunstancias propias de la migración. El Vaticano II reafirmó el derecho de los migrantes a una pastoral específica, pero desplaza los acentos: se acentúa la teología de la iglesia local y la participación de todos los fieles en la misión de la Iglesia; la responsabilidad de la pastoral de migraciones es de la iglesia local, el responsable directo es el obispo (Christus Dominus 18) y no los organismos centrales de la Santa Sede, como concebía Pío XII; los migrantes, aunque extranjeros, son miembros de pleno derecho de la iglesia local. Toda la doctrina conciliar sobre este tema la recoge la instrucción de la Sagrada Congregación para los Obispos Pastoralis Migratorum Cura (1969). Pablo VI la publicó, en forma de Motu Proprio.

C. En el tiempo que sigue, la acción pastoral se enfoca desde los planteamientos de la doctrina social de la Iglesia. El motor es el convencimiento de que la integración social ha de seguir el camino de la inserción laboral, ya que los inmigrantes son trabajadores, y el servicio que la Iglesia puede ofrecerles es apoyar su integración trabajando por la justicia. Se ve cada vez con mayor claridad que la pastoral de migraciones no es una pastoral paralela, sino misión del Pueblo de Dios formado conjuntamente por migrantes y autóctonos. La evolución camina de pastoral ‘para’ migrantes a pastoral ‘con’ los migrantes. El horizonte cambia desde la asistencia religiosa al compromiso misionero.

 

 

 

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