Dios habla en el silencio y la soledad de María; Dios habla en nuestras vigilias vespertinas del Viernes Santo junto al Cristo Yacente y su Madre, la Virgen de la Soledad; y en las vigilias de nuestras víctimas del coronavirus

 

Por Jesús de las Heras Muela

(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

 

 

 

 

 

 

Remoto y actualizo, ante el Viernes Santo de 2020, en medio de los días de dolor y de furia del coronavirus,  el sermón y la plegaria que pronuncié hace unos años en la catedral de Sigüenza ante las imágenes del Cristo Yacente del Santo Sepulcro y de su Madre Santísima, la Virgen de la Soledad. Los Armaos seguntinos y cientos de fieles velaban armas y acompañaban al Hijo y a la Madre. Como en tantos lugares de nuestra Iglesia, de nuestra diócesis, que, precisamente, encuentran en la atardecida del Viernes Santo el epicentro de su Semana Santa y de su piedad popular. 

Así fue la escena: “Estaba la Dolorosa junto al leño de la Cruz. “¡Qué alta palabra de Luz! ¡Qué manera tan graciosa de enseñarnos la preciosa lección del callar doliente! Tronaba el cielo rugiente. La tierra se estremecía. Bramaba el agua... María <estaba> sencillamente".

Estad, pues, hermanos, con María. Contemplad, por ello, sí, a María, hermanos. Contempladla. Y contemplad a su Hijo muerto y yacente. Sus cicatrices y heridas son han curado: “¡Cuerpo llagado de amores, yo te adoro y yo te sigo! Yo, Señor de los señores, quiero compartir tus dolores, subiendo a la Cruz contigo. Quiero en la vida seguirte y por sus caminos irte alabando y bendiciendo, y bendecirte sufriendo y muriendo, bendecirte. Quiero, Señor, en tu encanto, tener mis sentidos presos, y, unido a tu cuerpo santo, mojar tu rostro con llanto, secar tu llanto con besos. Quiero, en este santo desvarío, besando tu rostro frío, llamarte mil veces mío... ¡Cristo de la Buena Muerte!”

“Mirad la Virgen que sola está”, cantamos. Su Soledad es holocausto perfecto a imitación del de su Hijo. Es oblación total. Es corredención. “Mirad la Virgen que sola está… “. Y en aquella soledad, en esta soledad, María adquiere una altura espiritual vertiginosa y definitiva. Nunca fue su sí tan pobre ni tan rico, tan doloroso ni tan fecundo. Nunca tan sola y tan acompañada. Es la Soledad. Es la Piedad. Es la Esperanza. Parecía una pálida sombra. Pero al mismo tiempo ofrecía la estampa más genuina de la Reina. En aquella noche, en esta noche, levantó su altar en la cumbre más alta de la historia y del mundo. Y el dolor y la paz, envueltos en silencio, se fundieron, aleteando ya para siempre la certeza y la esperanza que es y significa una existencia solo para Dios y a favor de los demás.

Mirad, sí, a María. Que vuestra mirada, hermanos, sea una plegaria. Una plegaria como esta: 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y mira los nuestros asolados por la pandemia, rotos de tanto llorar en soledad a nuestros difuntos; rasgados en espera de una noticia alentadora del hospital; nublados ante esta noche oscura que no entendemos y cuya luz al final al final del túnel no acabamos de ver. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y después de este desierto del coronavirus y durante todo él, muéstranos a Jesús, fruto bendito de vientre, ¡oh, clementísima, oh, piadosa, oh, dulce, siempre Virgen María! 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, vuélvela, dirígela hacia la entera la comunidad médica y científica, que están arriesgando sus vidas por salvar las vidas de los demás. Mira, Madre Santísima, a transportistas, agricultores, hortelanos, ganaderos, carniceros, pescadores, pescaderos, pastores, tenderos, reponedores, dependientes y personal auxiliar de los supermercados. Vuelve tu mirada de amor y de esperanza a periodistas, suministradores de energía y de telecomunicación, agentes y fuerzas de seguridad, políticos y gobernantes, barrenderos, personal de desinfección y limpiadores de nuestras calles y plazas, asistentes domiciliarios y voluntarios en general en medio de la pandemia. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: míranos Tú también a nosotros y muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. Muéstranos sus clavos y sus heridas. Muéstranos su corazón traspasado por la lanza. Muéstranos su amor. Y muéstranos también a nuestros hermanos heridos por la droga, por el alcoholismo, por el paro, por la pobreza, por la ancianidad, por la enfermedad, por los fenómenos migratorios. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: muéstrate a nuestros pequeños hermanos ya engendrados y aun no nacidos, a quienes el hedonismo, el materialismo, el secularismo, el relativismo y las leyes injustas no han permitido nacer y los han condenado a la más miserable de las muertes, sin defensa y sin justicia algunas, los ha condenado y los condenan al aborto. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: muéstrate a nuestros queridísimos ancianos, a nuestros héroes auténticos, a quienes superaron una, una postguerra y tantas dificultades y que lo han dado todo para que nosotros pudiéramos  vivir mejor y sin penurias y que ahora este maldito virus se los está llevando de un zarpazo inhumano, como si se tratara de una cruel guadaña, de una parca inmisericorde. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: vuelve nuestra mirada a nuestra historia de fe. Ayúdanos a ser fieles a ella. Somos lo que somos gracias a la herencia cristiana que puebla por doquier en nuestras ciudades y rincones. Somos lo que somos porque la fe cristiana ha irrigado las venas de nuestro corazón y las entretelas de nuestra alma. Aparta de nosotros las plagas de la apostasía silenciosa, del cristianismo a la carta,  de la fe acomodaticia y sin compromisos, de un vago catolicismo de boquilla, solo para cuando nos interesa. Ahuyenta de nosotros los espectros y las sombras de la secularización y de la comodidad aburguesada, atenazante y mortecina en el seno mismo de la Iglesia, de sus ministros y de sus consagrados. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: aleja de nosotros la tentación de un imposible Cristo sin su Iglesia. Tú, que eres testigo privilegiado de que Dios existe y es amor, ayúdanos a vivir en su santo nombre y en su santa ley. Dios no solo no nos estorba, sino que sin El nada somos y nada podemos, aunque nos creamos vana y estérilmente perfectos.  Haznos entender que ni Dios ni su Iglesia son nuestros enemigos sino nuestros mejores y más incondicionales amigos y amigos para siempre. Reaviva, sí, Virgen Santísima Señora Nuestra de la Soledad, nuestras raíces cristianas. Y que nunca tengamos miedo a proclamarnos como tales, como cristianos con todas sus consecuencias, defendiendo y promoviendo sus signos y símbolos como el de la Santa Cruz, como el Crucifijo. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: que nada ni nadie, María, nos quite la cruz de nuestros caminos y de nuestros espacios. Ni de nuestros corazones. Tú Hijo es la Cruz. Y su cruz adoramos y glorificamos porque por el madero, por la cruz, ha venido la alegría al mundo entero.      

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: “Yo fui, pecando, quien, Madre, trocó en tristeza vuestra alegría. Mis culpas fueron, vil pecador, las que amargaron tu corazón”. Ayúdanos, María de la Soledad, de la Soledad de Soledades, a ser más humildes, más sencillos, más serviciales, más misericordiosos. Ayúdanos a pensar menos y solo en nosotros mismos y a abrirnos a los demás, a su llanto y a su espera, a sus gozos y a sus sombras.  Haznos personas de palabra y, sobre todo, de escucha. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: ayúdanos a buscar la paz, la concordia, el entendimiento, la reconciliación. Qué no perdamos, María, la conciencia de que el pecado existe y de que todos somos pecadores. Y de que todos podemos y debemos  purificar y reconciliar con Dios nuestros pecados en el Sacramento del Perdón, a través de la Iglesia y mediante la Confesión, sacramentos ambos de la alegría y de la vida nueva.         

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: “No llores, Madre, no llores más. Que yo tu llanto quiero enjugar. Sufro contigo, triste penar. Perdón, oh Madre. ¡Os quiero amar!”. María de la Caridad y de la Solidaridad, haznos instrumentos visibles del Dios que es amor. Haznos testigos del Evangelio a través de las obras, el lenguaje que más y mejor reconoce y aprecia nuestro mundo. Llénanos de caridad y de verdad. Aumenta nuestra esperanza, la única esperanza que nos salva: Cristo y este crucificado y resucitado. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: haznos buenos prójimos, buenos samaritanos. Haznos solícitos con los demás.  Que enjuguemos no solo tu llanto, sino también el llanto de la humanidad herida. El llanto de las víctimas de la pandemia, todos los terrorismos y fanatismos; el llanto de los más damnificados por la crisis económica; el llanto de tantas mujeres viudas y solas como Tú; el llanto de madres que, como Tú, lloran al hijo perdido, al hijo alejado. El llanto de las mujeres maltratadas, el llanto de las mujeres explotadas laboral o sexualmente. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: que enjuguemos el llanto, María, de nuestro entorno rural, tan atardecido y tan arrugado, de nuestra España, tierra, provincia y diócesis vaciada; el llanto de nuestra querida ciudad, en inciertas e inquietantes horas; el llanto de nuestra patria y de nuestro mundo, tantas veces, aun sin querer saberlo, a la deriva. Que enjuguemos el llanto de nuestra Iglesia, estos años pasados apesadumbrada por pretéritos e inadmisibles errores de algunos -muy escasos- de sus ministros y zaherida por una virulenta e intoxicadora campaña contra el Papa y contra el sacerdocio ministerial. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: que, mediante un mayor y renovada vitalidad y compromiso de vida cristiana y eclesial, enjuguemos el llanto de nuestra hiriente crisis vocacional, de nuestras tan grandes dificultades en la pastoral juvenil y familiar. Ruega, sí, María, por las vocaciones, por los niños, por los jóvenes, por las familias. Por los niños crecidos y educados ya en la increencia práctica; por los jóvenes sin rumbo, fascinados y engañados por los falsos dioses a los que adora nuestro mundo; por las familias, singularmente por las familias rotas y desestructuradas.         

Que esta sea, hermanos, nuestra oración ferviente de esta noche, de mañana y de siempre. Que esta sea la brújula y el compás del paso que acompañe nuestro caminar esta noche. Que esta sea nuestra mirada a la Virgen de la Soledad para acompañarla, para amarla y para aprender de Ella en la escuela del Calvario y en la cátedra abierta, en el libro abierto de su corazón roto y cautivo de amor. Y luego, hermanos, volved a caminar. Transformados. Alentados. Transfigurados. Como Ella. Mirad y descubrid entre sus lágrimas la certeza de la resurrección, mientras sigue  y sufre sola, “con hondo dolor, pues ha muerto el Hijo que era su amor. Cual tierna rosa sobre el rosal. Troncó su vida fiero puñal”. “Mirad la Virgen, que sola está, triste y llorando su soledad”.         

Silencio, pues, hermanos, Dios habla en el silencio y en la soledad de María. Dios no es el que siempre calla. Está hablándonos a través de María. ¿No lo escucháis? Nos está pidiendo a través de Ella un “sí”, ahora en el Calvario, ahora el pie de la cruz. Y ojalá que como María, Reina de Reina de Soledades, nuestra respuesta sea: “¡He aquí, la esclava del Señor! ¡Hágase en mí según tu Palabra!”. 

“No llores, Madre, no llores más./ Que yo tu llanto quiero enjugar.

Sufro contigo, triste penar./ Perdón, oh Madre./ Os quiero amar”. Amén. 

Porque María de los Dolores y de la Soledad hoy llora por las víctimas del coronavirus. Lloremos con Ella y nuestras lágrimas mutuas serán enjugadas en la esperanza que jamás defrauda: en la esperanza infalible de la resurrección de su Hijo Jesucristo, el único y el permanente salvador del mundo.     

 

  

PUBLICADO EN NUEVA ALCARRIA el 7 de abril de 2020

José González Vegas

(Presidente de la Junta de Cofradías y Hermandades de Semana Santa de Guadalajara)

 

 

Habiendo cerrado ya las puertas de la Cuaresma, el sol empieza a esbozar retazos de primavera cuya cancela se entreabre para llamar a la tradición. 

Una vez llegados a la Semana de Pasión, nuestra mirada interior y nuestra mirada exterior tienden a proyectar nuestros deseos más íntimos hacia el misterio más sublime que ha acontecido en la historia de la humanidad y en la creación. Son los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Misterios divinos que nos salvan del pecado y de una muerte para siempre. Misterios en los que Dios hecho hombre ha querido sufrir, entregarse y morir por amor a nosotros. Misterios que traen la salvación a todo aquél que lo cree y acepta, y a los que somos invitados a vivir en nuestra vida. 

Es tiempo de conversión, de replanteamiento en serio de nuestra fe, de caridad, de penitencia, para alcanzar a vivir en plenitud la vida de la gracia, para recibir en el día grande de la Pascua el Espíritu y la vida nueva de Cristo vivo que ha resucitado; una semana que cuenta el tiempo al revés pues la muerte engendra la vida. 

Pero también es tiempo marcado de Religiosidad Popular, es tiempo de Cofradías y Hermandades. El cofrade vive permanentemente en la frontera que separa la nostalgia de la espera. Ello hace que nuestra Pasión llegue hasta lo más profundo de nuestra memoria, está inscrita en las calles donde antaños pavimentos musitan oraciones con penar de cera y penitencia de asfalto, en las plegarias que impregnan el aire difuminado de incienso. Se saborea la espera del tiempo que sólo pretende detenerse en el cronograma comprimido de una semana de perfectos tiempos que recogen pasados heredados y presentes que van configurándose para perdurar en el tiempo. 

Las Cofradías cumplen una misión fundamental en la piedad del pueblo fiel y en la misión evangelizadora de la Iglesia y esta Semana Santa lo seguirán haciendo. Esta pandemia nos da la oportunidad de dar un paso importante en nuestra condición humana. En este tiempo se nos da la oportunidad de sanar de raíz el corazón, de sanarlo con meditación, oración y buenas acciones. De darnos cuenta lentamente, como siempre actúa el Espíritu, de que esta vida es temporal y que somos peregrinos. Ahora ha llegado el momento de mirarnos por dentro para que todo vaya colocándose en su sitio, abandonando los pensamientos obsesivos y estériles. En estos días, debemos vislumbrar que en las Cofradías existe una espiritualidad entendida como un modo concreto de acceder al misterio de Dios a través de unas maneras de hacer y de pensar, mediado por una serie de prácticas piadosas. Mediante esta mediación los cofrades debemos encontrar un camino para llegar a Dios de un modo más profundo y comprometido. 

En esta espiritualidad caben personas muy diversas, algunas que cruzan por primera vez el puente que tienden las Hermandades para llegar a una función evangelizadora e integrarse dentro de esa misión; otras que reafirman su fe, de diversos niveles, profundidad y compromiso en la vivencia de la misma. 

Además de sus postulados evangelizadores, piadosos, caritativos, formadores, etc., debemos buscar una doble vertiente: la unión con Dios y la unión con el prójimo, que podemos observar mejor que nunca en estos días. Unión con Dios, a través del acompañamiento y la oración; unión con el semejante para crear comunidad. 

En las cofradías y hermandades existe una espiritualidad abierta para aquellos que de verdad quieran vivirla y adentrarse por ella en la senda del evangelio. Seguramente este año, al no poder procesionar, podamos observarla con mayor claridad. Al contrario que otros años, las personas que solo buscan lo exterior desaparecerán quedando aquellos hermanos cofrades que viven de una manera muy profunda nuestra Semana Mayor. 

Volveremos a sumergirnos en los callejones de la añoranza, observando con curiosidad como se deshace el tiempo en la memoria, calles que surcan el alma en las que la veleidad del tiempo hará que el nazareno vuelva a su vértigo de soledad, a su encierro de tela, a su sueño de ojos entreabiertos. El gesto le llevará a la nostalgia, a recorrer el camino junto a aquellos que ya no están, a transitar por lugares propios de nuestros recuerdos, a oler a incienso y cera, a rosa y clavel. Creerán rezar de nuevo con los hombros, con la cerviz, con los pies descalzos o sujetando un cirio que iluminará el camino de regreso a una nueva Pascua por la que nacemos en el Señor para no morir jamás. 

Y así cerraremos el portalón de la capilla del alma, y tras un largo toque de matraca suspirar por el primer plenilunio de la próxima primavera.

 

Por Ángel Moreno

(de Buenafuente)

 

Jesús parece que lleva prisa, sube decidido y remonta la pendiente que va de Jericó a la ciudad santa de Jerusalén. Ya no hay tregua. El Maestro confía a los suyos la razón de ir a la ciudad: su próxima Pasión. 

El miedo acosa a los discípulos, y en el aturdimiento rehúyen las palabras del Señor y especulan acerca de quién puede ser más y primero, sin querer enterarse del drama que guarda Jesús en su interior.

Dicen que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Estos días, no resistimos tantas noticias dolorosas. Como higiene mental nos evadimos hablando de dinero o de política, porque no soportamos tanta muerte. 

Jesús sube a Jerusalén para dar la vida, y no porque se la quiten, ni por accidente, sino por ofrenda de amor. “Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos”, y Él nos llega a decir: “Vosotros sois mis amigos”. 

La mente nos trae la hipótesis del contagio, de la pérdida de seres queridos: un horizonte terrible. Jesús nos invita a ir detrás de Él, pero no porque desee nuestro mal, sino para que podamos comprender nuestra mortalidad y transformar nuestro dolor con el suyo. 

Este año no hay procesiones, ni ramos, ni borriquita. Para qué estrenar el traje, o vestir de fiesta. Esta es la tentación. Sin embargo, viendo subir a Jesús a Jerusalén, cabe reaccionar como el ciego de Jericó, y levantarnos de un salto, soltar el manto del pesimismo escéptico, de la tristeza depresiva, y pedirle al Hijo de David que nos abra los ojos de la fe, ojos que se atreven a vislumbrar salvación detrás de sus pisada, de los pasos de Aquel que se encamina a la entrega total por amor. 

No dejemos pasar este momento, lo podremos vivir evadidos, por miedo; aturdidos, por dolor; pero también podemos llevar el ramo del testigo, del mártir, de quien toma la palma de la entrega personal y solidaria. 

Cada uno podemos gritar, si es preciso, y con ello descansa el corazón, no solo: “Hosanna al Hijo de David, Bendito el que viene en nombre del Señor”, sino también, como el ciego: “Jesús, Hijo de David, ten piedad de nosotros”.

Por Ángel Moreno

(de Buenafuente)

 

 

Corren los aplausos bien merecidos a quienes están en el frente de batalla: médicos, enfermeros, auxiliares, transportistas, conductores de ambulancia y de furgones fúnebres... Se reconoce el trabajo de los soldados, de quienes responsablemente deciden las acciones necesarias, aunque sean dolorosas, para frenar la terrible plaga de coronavirus. 

Se valora en los discursos oficiales el comportamiento ciudadano, la disciplina social, la obediencia al confinamiento, especialmente de los que viven en estrechos espacios familiares, tienen personas con algún síndrome especial, o están totalmente solos… Sobrecoge el sacrificio que en tantas familias está suponiendo la enfermedad y la muerte de seres queridos, el aislamiento en los hospitales y el fallecimiento en soledad. 

Muchos están siendo afectados, por no decir que lo estamos todos, por algo tan fuerte, que nos parece inimaginable. Y en medio de esta realidad heroica y dolorosa, existe una población discreta, silenciosa, humilde, creyente y orante, que cada día eleva sus brazos al cielo, intercede por nombres concretos y con sus manos elaboran equipamientos sanitarios. 

No se dice nada de los mensajes que llegan a los monasterios pidiendo oración, ni de los ruegos que suplican para que se ofrezcan sufragios por los muertos. No se habla de los miles de creyentes que en soledad, silencio, discreción y anonimato, rezan, imploran, se sacrifican porque Dios tenga misericordia de todos nosotros. Ahí están tantos sacerdotes celebrando en sus casas la Eucaristía por todos. Me decía un obispo: “Es verdad que no se nombra a Dios, pero tampoco se le está culpando”. 

Nunca sabremos si la providencia de una mascarilla a tiempo, la fortaleza de ánimo de un médico, el cariño y delicadeza de una enfermera, la generosidad de un donante, tienen relación con la plegaria de muchas personas, pero estoy seguro de que en las llamadas que se hacen a los monasterios, y de creyentes entre sí, se percibe la esperanza de quienes profesan confianza, porque sabemos que no estamos arrojados a un destino fatal. 

Pensamos que todo está siendo tan fuerte que habrá un antes y un después en nuestro modo de plantear la vida, la sociedad y  la convivencia. Quizá todos estamos esperando el milagro, y miramos al papa Francisco, al Cristo de San Marcelo, al icono de la Virgen, por ver si acontece el signo que indique el final del “diluvio”, el término de la “plaga”. Sin embargo, hay un texto evangélico que nos advierte sobre la ineficacia de los signos extraordinarios si no cambia el corazón. Es el diálogo que se establece entre el rico Epulón y Abraham: “Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”. Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. Pero él le dijo: “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”. Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”» (Lc 16, 27-31). 

La Biblia asegura que Dios escucha la oración del justo, del pobre, del humilde, del que tiene fe… Es muy importante que llegue el material que se necesita, que aterricen los aviones con equipamiento sanitario, y también es muy urgente pedir al cielo misericordia.  En los días que celebramos la Pasión de Cristo, en silencio, adoramos, confiamos y creemos que todo tendrá sentido y todo participará de la luz pascual.

El Vía Crucis es escuela para sumar a la pasión redentora de Jesucristo nuestros propios sufrimientos en favor de los más necesitados y de la redención universal

 

Por Jesús de las Heras Muela

(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

 

 

 

 

 

Un viernes, uno de los días más importantes de la historia de la humanidad –junto a los días de la Encarnación, de la Natividad y de Resurrección-, Jesús de Nazaret fue juzgado, condenado a muerte, hecho cargar con una cruz, recorrer el camino el Calvario y allí sufrir la muerte, una muerte cruel, pero salvadora y redentora para toda la humanidad. Fue un viernes, el 14 de Nisán del calendario hebrero, probablemente el 7 de abril o una fecha próxima a esta. Desde entonces, el viernes es ya Viernes con mayúscula porque es el día de la cruz y de la redención. Y desde entonces, los cristianos de todos los tiempos conmemoran esta jornada con distintos modos y prácticas. Una de ellas es el ejercicio de piedad o el rezo del Vía Crucis.

Entre los numerosos materiales que en estos dificilísimos días de turbación se suceden y hasta se aglomeran en las redes sociales, he encontrado un Vía Crucis, firmado por Charles Singer. Lo hago mío, con algunos añadidos por mi parte.

“El coronavirus –escribe el autor de principal del Vía Crucis que ahora reproduzco- ante unas de la cruces que los seres humanos tenemos que afrontar a lo largo de nuestra vida: la cruz de la enfermedad”. Es una cruz que, además, nos ha sacudido más a todos por de su carácter inédito, global y pandémico. Y prosigue Charles Singer en la introducción al Vía Crucis  que ahora utilizo: “Una cruz que puede llegar a trastocar todos  de la existencia: el ámbito personal, el familiar, el social e incluso el mundial, como está ocurriendo”. Y concluye en su introducción: “Oramos, junto a la cruz de Jesús, para que el Señor nos ayude en esta circunstancia tan excepcional, que requiere de la colaboración de todos. Que encontremos luz y paz en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo”.

          A continuación, el texto con las oraciones del Vía Crucis y una invitación a los lectores de NUEVA ALCARRIA a que lo recen solos o en familia a lo largo del día de hoy, viernes 28 de marzo de 2020, cuarto viernes de una Cuaresma tan singular y dolorosa, que nunca olvidaremos.

Primera estación: Jesús es condenado a muerte

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Pedimos en esta estación por todas las personas. Somos frágiles. Estamos expuestos a virus, enfermedades, pecados, peligros… Es la “condena” de nuestra limitación y debilidad humana.  Es la “condena” de todos los que sufren en el cuerpo o el alma. De este modo, podemos completar lo que le falta a la pasión de Cristo, que es la salvación de todos. Que asumamos esa condición de fragilidad que nos identifica: no somos dioses, somos de carne y hueso, con lo que esta realidad conlleva.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Segunda estación: Jesús carga con la cruz

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Pedimos en esta estación por todas las autoridades políticas y sanitarias que tienen la responsabilidad de gestionar esta crisis del coronavirus, buscando el bien común de la sociedad. Les toca cargar a sus espaldas la cruz de velar por la salud de las personas. Que Dios les ilumine y les guíe en la toma de decisiones, que lo hagan con responsabilidad y ejemplaridad. Ellos, políticos y comunidad sanitaria, deben experimentar nuestra oración y confiar en ella.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Tercera estación: Jesús, cargado con la cruz, cae por primera vez

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Pidamos en esta estación para que no caigamos en la tentación de la frivolidad, de no tomarnos en serio las recomendaciones que se nos hacen para evitar posibles contagios, poniendo en riesgo nuestra salud y la salud de los demás. Pidamos asimismo evitar la tentación de entrar en pánico. Y pidamos para que sepamos distinguir la verdad de los bulos.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Cuarta estación: Jesús, cargado con la cruz, se encuentra en la Vía Dolorosa de Jerusalén a su santísima madre María

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Pidamos en esta estación la intercesión de la Virgen María, y para que confiemos en la tarea de tantos profesionales que velan “como madres” por nuestra salud y nuestro bienestar. Oremos singularmente por todas las profesionales que son madres. Y pidamos para el resto de ellos, entrañables maternales y que todos ellos encuentran en los demás esas mismas entrañas de madre.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Quinta estación: El Cirineo ayuda a Jesús a cargar la cruz

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Pidamos en esta estación por los profesionales sanitarios: médicos, enfermeras, auxiliares… por todo el personal de los hospitales que son los cirineos que ayudan a los enfermos a vencer la enfermedad. Que Dios les proteja, les cuide, les fortalezca y les ayude en esta hora difícil. Recemos igualmente por aquellos profesionales de sanidad que, por ser cirineos, ya han fallecido o han sido contagiados.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Sexta estación: La Verónica enjuga el rostro ensangrentado de Jesús

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Pidamos en esta estación por las personas que, de manera altruista, ayudan, colaboran, se solidarizan, aportan su tiempo y sus dones para aliviar tantas necesidades como acarrea una situación como ésta. Que aprendamos a estar siempre al lado de los que sufren, sin estigmatizar a nadie. Y que sepamos aprovechar bien, al respecto, las nuevas vías, plataformas y redes de comunicación.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Séptima estación: Jesús cae por segunda vez bajo el peso de la cruz

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Pidamos en esta estación para que no caigamos en el miedo, en la histeria, en la desesperanza… que no conducen a nada. Que el Señor nos dé serenidad para afrontar esta situación de emergencia que nos toca vivir. Y oremos singularmente por quienes caen bajo el peso de la cruz del pánico, de la hipersaturación de información y de los bulos.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Octava estación: Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Pidamos en esta estación por tantos creyentes como en estos días rezamos para que Dios aparte del mundo este mal del coronavirus. Que Dios escuche y atienda nuestras oraciones. Que nuestras plegarias, como las de las mujeres de Jerusalén, sean enjugados en la misericordia de Dios y hallemos consuelo en la oración individual y comunitaria.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Novena estación: Jesús con la cruz a cuesta cae por tercera vez

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Pidamos en esta estación por quienes sufren los daños colaterales de esta crisis. De un modo especial, por los empresarios que ven peligrar su medio de subsistencia y por los obreros que, como consecuencia, se quedan sin trabajo. Y quienes han de seguir trabajando para servirnos a los demás. Que pronto todo pueda volver a la normalidad.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Décima estación: Jesús con la cruz a cuesta llega al Calvario y es despojado de sus vestiduras

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

 Pidamos en esta estación por los investigadores que buscan un remedio de curación eficaz, para que sus trabajos pronto puedan dar fruto. Que la comunidad médica y científica aúne fuerzas. No se trata de saber qué país y qué científicos logran primero la vacuna, sino que unir esfuerzos.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Undécima estación: Jesús es clavado en la cruz

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Pidamos en esta estación por todos los que guardan cuarentena médica, bien por tener el virus, bien por haber convivido con personas infectadas. Que el Señor les dé paciencia, y que este tiempo les sirva de provecho para reflexionar sobre la propia vida y sobre la necesidad que tenemos de Dios. Y para que también se sientan acompañados, desde la distancia, por la fraternidad universal.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Duodécima estación: Jesús muere en la cruz

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”. Unos minutos de silencio interior.

Pidamos en esta estación por todos los que han fallecido con coronavirus, para que Dios les acoja en el cielo donde ya no hay ni enfermedad, ni luto ni dolor. Cristo murió por ti y por mí. Murió por todos. Murió por ellos. Sigue muriendo cada día por ellos y por todos. Y su muerte nos abrió a ellos y a todos las puertas de la Vida con mayúscula y para siempre.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Decimotercera estación: El cuerpo muerto de Jesús es descendido de la cruz y entregado a su Madre Santísima

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Pidamos en esta estación por todos los familiares de quienes han padecido o están padeciendo la enfermedad del coronavirus, para que el Señor les acompañe y fortalezca en medio de la situación familiar que están viviendo.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Decimocuarta estación: Jesús es sepultado

“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo”.

Pidamos en esta estación para que aprendamos a asumir tantas realidades dolorosas como nos toca afrontar a lo largo de la vida, incluida esta del coronavirus, desde la luz de la fe, en la esperanza de que todo es pasajero, de que Dios tiene siempre la última palabra.

PADRE NUESTRO…

“Pequé, Señor, ten piedad y misericordia de mí, pecador”

Decimoquinta estación: Jesús resucita de entre los muertos y vence la muerte

“Tu Cruz adoramos, Señor, u tu santa resurrección glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.

Oración final: Oh, Dios, que sabes que no podemos subsistir por nuestra fragilidad, asediados por tantos peligros, como ahora padecemos con la pandemia del coronavirus. Concédenos la salud del alma y del cuerpo, para superar con tu ayuda este peligro. Cura a los enfermos y danos la paz. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

El Vía Crucis comienza poniéndose en el nombre del Dios, del Hijo y del Espíritu Santo, y el rezo del “Señor mío, Jesucristo”. Puede concluir con un nuevo Padre Nuestro, Ave María y Gloria por las intenciones  del Papa y el rezo del Credo.

 

Texto publicado en NUEVA ALCARRIA el viernes 27 de marzo de 2020

 

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