A la luz de la homilía del Papa Francisco en el funeral de Benedicto XVI

 

Por Jesús de las Heras Muela

(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

 

 

 

 

 

 

Reconozco mi sorpresa inicial al conocer, un par de días antes, el Evangelio que el Papa Francisco había elegido para el funeral de su antecesor, Benedicto XVI.  Era el pasaje lucano de la muerte de Jesús, acompañado por los dos ladrones o, como se traduce ahora, malhechores. Pero recapacité en la frase final de este fragmento evangélico: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46), palabras finales del Señor antes de expirar.

Inmediatamente después cotejé este texto evangélico con la primera lectura elegida para el funeral y me encontré con un breve, pero hermosísimo pasaje, del profeta Isaías, que nos presenta a Dios Padre como el Alfarero que con sus manos amorosas y providentes moldea nuestro barro humano (cf. Is 29,16).

Al escuchar y leer la homilía de Francisco, pronto entendí el mensaje que el Papa quería transmitir. Pronto me fijé en la expresión «las manos» y hasta conté las veces en que esta palabra era reiterada por Francisco: ni más ni menos que en 19 ocasiones.

 

Las manos de Dios

 

Pero antes de proseguir con mi relato y evocación, creo que es bueno recordar la importancia de las manos de Dios en la Sagrada Escritura. Y es que precisamente uno de los símbolos más frecuentes de Dios Padre es la mano. La mano, o el brazo, es el símbolo de la intervención activa de Dios en la historia, en todas sus diversas formas y circunstancias.

 

La mano de Dios en la creación del hombre, Miguel Ángel, Capilla Sixtina

 

Manos de Dios que nos crean: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo» (Génesis 2, 7); manos de Dios que liberan: «Liberó a Israel… con mano poderosa, con brazo extendido» (Salmo 136); manos de Dios que corrigen: «El ímpetu de tu mano me acaba» (Salmo 39); manos de Dios que socorren en la debilidad: «Que tu mano me auxilie» (Salmo 119); manos de Dios que cubren: «Me estrechas detrás y delante, me cubres con tu palma» (Salmo 139); manos de Dios que protegen: «Que tu mano proteja a tu elegido y al hombre que tú fortaleciste» (Salmo 79); manos de Dios que conceden con generosidad sus bienes: «Abres tú la mano y sacias de favores a todo viviente» (Salmo 145); manos de Dios que salvan: «La mano del Señor no se queda corta para salvar» (Isaías 59); mano de Dios que llevan tatuados nuestros nombres «en las palmas de sus manos» (Isaías 49).

El símbolo de la mano o del brazo del Señor se encuentra también en el Nuevo Testamento. María, en el Magníficat, canta «las proezas de su brazo», y Cristo pone su espíritu en las manos del Padre, frase inicial, motriz y matriz de este artículo.

Nuestro Dios no está de brazos cruzados. Tiene manos, en suma, que inspiran confianza; que no están cerradas, sino abiertas; manos que son signo de cercanía, ternura y amor. Y, al respecto, escribe el padre capuchino cardenal Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia: «¿Quién de nosotros no lleva en el corazón el recuerdo de una mano que, de pequeño o de mayor, estrechó la nuestra en el dolor, en el miedo, en el peligro? ¿Quién no sabe lo que es una mano amiga? Un niño que lleva, tranquilo, su manita dentro de la de su papá es para el hombre la mejor manera de caminar con Dios».

 

Las manos de Benedicto XVI

 

Y vuelvo a aquella mañana para la historia,  mañana de tímida niebla y de sol intermitente del jueves 5 de enero de 2023, y  cuando por primera vez en la historia un Papa enterraba a otro Papa (propiamente lo fue Pío VII, quien en 1802 pudo enterrar a Pío VI, muerto, en 1799,  en el destierro que le impuso Napoleón Bonaparte), a la mente y al corazón me vino instantánea la imagen que más me impactó del cuerpo muerto de Benedicto XVI en su capilla ardiente: sus manos yertas y macilentas, bien aferradas, bien cruzadas para sostener un gran rosario, al que evoqué, con palabras de la bellísima oración del beato Bartolo Longo al Santo Rosario de María, como «la dulce cadena que nos une al cielo».

También recordé, al instante, que, cuando en la tarde del 19 de abril de 2005, Benedicto XVI, recién elegido Papa, salió al balcón central de la basílica vaticana a saludar y a bendecir, urbi et orbi, a los fieles, el nuevo Papa movía tímidamente las manos, no sabía qué hacer con ellas, debido quizás a su timidez natural y al enorme impacto de la tan altísima responsabilidad que acababa de recibir sobre sus hombros y también sobre sus manos.

 

Uno de los múltiples encuentros entre Francisco y Benedicto XVI

 

Manos de pianista, escritor, sacerdote y obispo

 

Asimismo, hice memoria que siempre me habían llamado la atención las manos de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI: finas, estilizadas, elegantes, alargadas, aunque proporcionadas, delicadas; y que, al respecto, un amigo me dijo que eran lo propio de las manos de un pianista.

Ya lo sabíamos, pero sobre todo lo comprobamos después, que Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, un prolífico y fecundísimo escritor, solo escribía a mano, nunca a máquina o a ordenador.   También vino a mi recuerdo cuando, el 12 de diciembre de 2012, inauguró la presencia de un Papa en la red social de Twitter y la delicadeza y el cuidado con el que sus manos teclearon la Tablet con la que comenzó, echando las redes, la aventura misionera pontificia en el océano digital de la citada red social.

Y pensé en sus manos de profesor y de conferenciante, de confesor y de consejero espiritual, del pastor y del servidor en el gobierno de la Iglesia; en sus manos que estrecharon miles y millones de manos de ricos y de pobres, de poderosos y de menesterosos, de líderes mundiales políticos y religiosos y de hombres y mujeres sencillos del pueblo santo de Dios.

Las manos del predicador, del sacerdote, manos tan necesarias, casi imprescindible, sobre todo, para la administración de los sacramentos, esto es, para mediante ellos hacer presente el amor y la gracia de Jesucristo, en cuyo nombre y persona actúa el sacerdote, «alter Christus in aeternum».  Manos del obispo con las que ordena presbíteros y obispos, y unge, mano a mano, el óleo santo y de dulce olor, el crisma santo de Jesucristo.

Recordé, igualmente, otra imagen, cuando en torno a las 5 de la tarde del jueves 28 de febrero de 2013 abandonaba los palacios apostólicos (tres ahora más tarde pasaría a ser papa emérito) y en el coche que le aguardaba en el patio de San Dámaso, junto a él, en los asientos traseros, acomodaron, en un cesto, a una gatita blanca, a la que Benedicto pronto acarició…

 

Aquí están mis manos…, llagadas de dolor y de amor

 

«Aquí están mis manos» (Jn 20,27), le dijo Jesús resucitado a Tomás, recordó Francisco en la homilía del 5 de enero de 2023. Y añadió: «Y lo dice a cada uno de nosotros: “Aquí están mis manos”. Manos llagadas que salen al encuentro y no cesan de ofrecerse para que conozcamos el amor que Dios nos tiene y creamos en él (cf. 1 Jn 4,16)».

Las manos llagadas de Benedicto XVI por el paso de los años, por la vejez tan avanzada, en la que murió. Manos llagadas de tanto orar frente a las llagas de los pecados, de los abusos, de los escándalos, de las infidelidades, de las incomprensiones, de las críticas y de los prejuicios.

Manos llagadas que ya Benedicto XVI entendió, desde el comienzo, que le iban a corresponder, al asumir el yugo (aunque suave y ligero desde el Corazón de Cristo, yugo, al fin y al cabo) del ministerio apostólico petrino: «Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia», frase textual suya, en la misa solemne del comienzo de su pontificado, el 24 de abril de 2005, que Francisco retomó en el funeral del 5 de enero de 2023.

 

Manos que ya buscaban otras manos

 

Pero, además, manos unidas, uncidas, ungidas, no ya solo con cinta de la ordenación sacerdotal y después episcopal, sino con el Santo Rosario de María. Manos que ya buscaban otras Manos: las manos de misericordia del Padre, en que siempre puso su confianza.

Manos de Benedicto XVI, ungidas «con el perfume de la gratitud y el ungüento de la esperanza», como afirmó Francisco, por toda la Iglesia, «para demostrarle, una vez más, ese amor que no se pierde».

Manos orantes de la Iglesia a la que tanto amó y tan bien sirvió y que lo despidió, con su pastor supremo a la cabeza, «con la misma unción, sabiduría, delicadeza y entrega que él supo esparcir a lo largo de los años».  Y por lo que «queremos decir juntos: “Padre, en tus manos encomendamos su espíritu”». Y por lo que queremos y necesitamos rubricar y orar juntos: «Benedicto, fiel amigo del Esposo, que tu gozo sea perfecto al oír definitivamente y para siempre su voz». Al sentir el calor, la textura y abrazo sin fin de sus manos.

 

Las manos de Francisco y de Benedicto XVI salen al encuentro

 

Besad las manos que son Cristo

 

Por último, séame permitido concluir estas líneas con la canción mediante la cual la asamblea fiel ha besado y besa las manos del sacerdote recién ordenado; y que se lo dediqué, de todo corazón y de puntillas por su grandeza tan humilde y tan tierna, a Benedicto XVI:

«Besad las manos que Dios ha ungido, besad las manos que son de Cristo. Manos tendidas hacia la blancura, amigas en la pena y el dolor, manos que tocan con temblor a Cristo y dan al hombre paz y perdón. Besad las manos que Dios ha ungido, besad las manos que son de Cristo».

 

Artículo publicado en 'Nueva Alcarria' el 13 de enero de 2023

Esencia del ministerio apostólico petrino, la custodia, defensa y transmisión de la fe, esta ha sido una de las características que mejor definen a Benedicto XVI

 

Por Jesús de las Heras Muela

(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

 

 

 

 

 

 

No sé Benedicto XVI hubiera querido elegir epitafio. Sí sé que expresamente ha pedido que, en tumba, en la cripta de la basílica vaticana, junto al apóstol san Pedro y junto a tantos de los sucesores de Pedro y antecesores de Benedicto XVI, solo figure su nombre.

Sé también que misión esencial de quienes, como él, a lo largo de dos mil años, han calzado las sandalias del pescador, las sandalias de Pedro y son vicarios de Jesucristo (“Dulce Cristo en la tierra”, que escribiera santa Catalina de Siena), es la custodia, la defensa y la transmisión de la fe, de modo que todos ellos, que todos los papas, podrían ser también definidos como titulo este artículo.

Pero, asimismo, creo y sé que resumir lo que ha supuesto Benedicto XVI se expresa de modo certero con esta denominación, con este titular: el Papa de la fe. Y si tuviera que añadir algo, sería el Papa de la fe y de la verdad.

Además, en la mañana del sábado 31 de diciembre, antes de su muerte, al evocar su figura, me vino a la mente y al corazón esta frase del Evangelio de san Lucas: “Pedro, yo te he confirmado en la fe; ahora, tú, confirma en la fe a tus hermanos”.

Cuando, poco después, supe de su muerte, estas palabras recobraron para ti toda su significación, que quizás son la mejor síntesis de su larga y fecunda vida. De su larga y fecunda vida de sacerdote, teólogo, obispo, cardenal y de Papa (sobre todo en sus ocho años en activo, pero también en su casi década como emérito). De la vida de un hombre de Pascua, que es el quicio, arco central y clave bóveda, de la de fe cristiana. De la Pascua de Resurrección, en cuya víspera misma nació y fue bautizado, el 16 de abril de 1927. De la Pascua de Resurrección, en la que fue creado obispo y cardenal en 1977; de la Pascua de Resurrección, en la que, el 19 de abril de 2005, fue elegido Papa. De la Pascua, ahora de Navidad, en cuya octava regresó a la Casa del Padre, al Hogar del Dios al que tanto amó. “Señor, te amo” fueron precisamente sus últimas palabras, segundos antes de que a las 09:34 horas del sábado 31 de diciembre falleciera.

 

¿Y cómo fue la fe de Benedicto XVI?

 

En el primer párrafo de su primera encíclica, “Deus caritas est”, del 25 de diciembre de 2005, el Papa Benedicto XVI escribía la siguiente frase, que es esencial para entender, vivir y transmitir la fe: «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».

Sí, Benedicto XVI fue el Papa de la fe. De una fe inquebrantable en Jesucristo encarnado, crucificado y resucitado. De una fe en la Iglesia, sacramento universal de salvación, prolongación de Jesucristo. De una fe rezada, estudiada, meditada, escrita, predicada y, sobre todo, vivida. De una fe como el mayor de tesoros que podemos recibir. Y que, por ello, ha de ser anunciada y transmitida, máxime aun, en medio de una humanidad que se obstina en vivir como si Dios (el Amor –“Deus caritas est”- y el Sentido de la existencia humana) no existiera. De una fe que enciende y nutre la llama de esperanza (”Spe salvi”). De una fe que es el motor insustituible e incombustible de la caridad y que ha de ser servida en la verdad (“Caritas in veritate”).

 

Benedicto XVI en la misa de beatificación en Londres del cardenal Newman en 2010

 

Humilde trabajador de la viña, cooperador de la verdad

 

“Soy un humilde trabajador de la viña del Señor” fueron sus palabras de presentación recién elegido Papa, en la tarde del 19 de abril de 2005. Un humilde viñador que puso toda su inteligencia y sabiduría (que fue tanta), toda su bondad, celo, piedad, experiencia pastoral, docente, publicista, humana y religiosa al servicio de la fe para ser “cooperador de la verdad”, como rezaba su lema episcopal y pontificio.

Cooperador de la verdad durante toda su vida, como profesor universitario y escritor, con una amplísima bibliografía teológica, que hizo él uno de los principales teólogos contemporáneos y de toda la historia de la Iglesia. Cooperador de la verdad como sacerdote y como obispo, en la archidiócesis de Múnich.  Extraordinario cooperador de la verdad junto a Juan Pablo II, de quien fue su prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe durante más de dos décadas y hasta el muñidor y “arquitecto” de los principales documentos del gran y santo papa polaco. Y cooperador de la verdad, en sus ocho como papa en activo y en sus diez años de papa emérito.

Y a propósito de san Juan Pablo II, la Providencia ha querido que Benedicto XVI haya sido ahora, el 5 de enero, enterrado en el mismo lugar donde estuvo su antecesor, desde su muerte en 2005, hasta su beatificación en 2011, en el que traslado a la planta principal de la basílica vaticana, en el altar de San Sebastián.

Y al evocar a Benedicto XVI como el Papa de la fe, no deja de ser significativo que su última gran iniciativa apostólica, del 11 de octubre de 2012 al 24 de noviembre de 2023, fuera convocar a la Iglesia al Año de la Fe, con ocasión del cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II.

Como significativo resulta que la primera encíclica de su sucesor, el Papa Francisco, preparada ya por Benedicto XVI, encíclica, pues, escrita a “cuatro manos”, como afirmó el mismo Francisco, llevara por título “Lumen fidei” (La luz de la fe).

Y porque fue el Papa de la fe, supo, como nadie, alertarnos frente a los sofismas de la dictadura del relativismo, sabiendo siempre compaginar clarividencia con misericordia.

 

Diez trazos para un retrato

 

1.- De Benedicto XVI hemos admirado su sello personal: sencillo, humilde, familiar, tímido, reflexivo, inteligente, brillante.

2.- Desde estas claves también ha sobresalido su espléndida formación humanística, filosófica y sobre todo teológica.

3.- Quienes lo han tratado personalmente han destacado siempre la suma delicadeza de su trato, su capacidad de escucha y el don de la acogida.

4.- Sin exhibicionismos de ningún tipo, de Benedicto XVI hemos comprobado también un talante de honda espiritualidad, bien anclada en la Palabra de Dios y en la Patrística; su piedad y su condición de hombre de oración, amante de la liturgia y buen conocedor de su esencia y sentido profundo.

5.- Sacerdote y teólogo, como las dos claves de su ADN personal y ministerial, ha sido el Papa de la palabra y de la verdad, el Papa humilde y sabio, el Papa vulnerable y fuerte, el Papa sereno y luminoso, el Papa apacible y firme.

6.- Desde los anteriores parámetros y desde su vida entera, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI ha servido siempre al fomento y a la búsqueda del diálogo razón y fe, ciencia y religión, iglesia y cultura, ley natural y legislaciones positivas, fundamentos prepolíticos y democracia.

7.- Impagable y luminosa ha sido igualmente su contribución para una lectura adecuada del Concilio Vaticano II. Es la lectura de la hermenéutica de la continuidad, de la acogida creativa de la novedad en la continuidad y en la fidelidad.

8.- Y dígase lo mismo –esto es, continuidad, reactualización y profundización– de su aportación al magisterio de la Doctrina Social de la Iglesia.

9.- La vuelta a las raíces, a lo esencial, a centrar, en suma, la mirada en Jesucristo, el Señor de la Iglesia, el Señor del tiempo y de la historia, ha sido igualmente uno de los acentos y énfasis más reiterados durante estos años. Ello se ha traducido en un esfuerzo constante por hacer presente a Dios a un mundo que vive como si Dios no existiera y por mostrar cómo ni Dios ni su Iglesia son los enemigos de la humanidad, sino todo lo contrario. Y es que la vida del hombre tiene un origen, un camino y un destino, un pasado, un presente y un futuro en Cristo, en el Dios del Amor.

10.- Y por último cómo subrayar y agradecerle la honestidad, la valentía, la fortaleza, la constancia, la humildad y la capacidad de perdón para afrontar las crisis y las críticas, como las vividas desde las polémicas tras el discurso de Ratisbona a la crisis de la pederastia, desde el boicot de una ínfima parte de la comunidad educativa a su presencia en la Universidad La Sapienza de Roma a la manipulación de sus declaraciones sobre los preservativos en su viaje a África, o desde el Vatileaks a su último gesto de renuncia al ministerio petrino.  Y, como no, sus diez últimos, orantes y admirables años como papa emérito.

 

Benedicto XVI ora ante Cristo crucificado en Alemania, en 2011

 

“Manteneos firmes en la fe”

 

Sí, luminoso y sereno, apacible y firme, honesto y valiente, sabio y humilde, vulnerable y fuerte, tímido y cercano, familiar y universal, reflexivo y brillante, sencillo e inteligente, pastor y papa teólogo y catequeta, servidor de la Palabra y de la Verdad, papa de lo esencial y del diálogo entre razón y fe.

Benedicto XVI ha combatido bien el combate, ha corrido hasta la meta, ha mantenido la fe. Y, por ello, como escribiera san Pablo, ahora le aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, le premiará en este día ya de su partida; y no solo a él, sino a todos los que creen, con la vida, en Él.

¡Gracias, gracias, gracias, querido Benedicto XVI! Tu testimonio ha sido tan luminoso, nos has confirmado tan bien en la fe, que tu memoria permanecerá vida en tu Iglesia, que pronto te tendrá como doctor.

No sé, repito, si Benedicto XVI hubiera querido elegir epitafio. Pero sí sé que el principal mensaje de su testamento ha sido una llamada a mantenernos firmes en la fe. “Lo que antes dije a mis compatriotas, los digo ahora a todos los que en la Iglesia habéis estado confiados a mi servicio: ¡manteneos firmes en la fe! No os dejéis confundir”. Porque la fe en Jesucristo es razonable y racional. Es fe, que, en su búsqueda con la inteligencia y las ciencias humanas, se encuentran armoniosamente.

Esa fe de la que él, Benedicto XVI, el Papa de la fe y de la verdad, ha sido un testigo y un maestro excepcional.

 

Artículo publicado en 'Nueva Alcarria' el 5 de enero de 2023

Desde 1968, por iniciativa del Papa san Pablo VI, la Iglesia católica hace coincidir el primer día del año nuevo con la jornada mundial de oración por la paz

 

Por Jesús de las Heras Muela

(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

 

 

 

 

 

 

Litúrgicamente, el 1 de enero es la solemnidad de Santa María Madre de Dios, la maternidad divina y virginal de María, una verdad de fe que constituye uno de los cuatro dogmas marianos claves: inmaculada, concepción, maternidad divina, perpetua virginidad y asunción a los cielos en cuerpos y alma. La ubicación de esta fiesta en la citada es por tratarse de la octava de la Natividad de Jesucristo, precisamente del seno de la María.

Además, desde el año 1968, cada primer de año, todos los 1 de enero, es la jornada mundial de la paz, por iniciativa del Papa Pablo VI, quien expresaba de este modo el objetivo y anhelo de esta celebración: "Sería nuestro deseo que después, cada año, esta celebración se repitiese como presagio y como promesa, al principio del calendario que describe el camino de la vida en el tiempo, de que sea la paz con su justo y benéfico equilibrio la que domine el desarrollo de la historia futura".

Era el comienzo de 1968, en plena guerra fría, en los albores mismos de aquel emblemático año 68, con el conflicto de Vietnam como pesadilla mundial y con un mundo dividido en dos bloques antagónicos.

 

La voz de la conciencia, el clamor de la paz

 

Ha pasado más medio siglo y, mientras la paz es tantas veces solo una aspiración -muchas veces quimérica-, el compromiso de la Iglesia en favor de la paz se mantiene inalterable e insobornable. Resulta elocuente a este respecto observar cómo todos los gobiernos del mundo y en todos los conflictos bélicos de estas cinco décadas y media, antes o después, han recalado en el Vaticano, y cómo la Santa Sede ha sido siempre una voz coherente y ecuánime para reclamar y fundamentar la paz desde la justicia, la solidaridad, los derechos humanos y el primado de la reconciliación.

"Todo se pierde con la guerra; nada se pierde con la paz y con el diálogo y acciones en pos de ella", han reiterado los Papas. Bastaría citar como ejemplo la actitud  Juan Pablo II ante la guerra de Irak del año 2003; o los puntos de vista de Benedicto XVI y de Francisco tan apreciados y tan valorados en orden a la paz y a la resolución de los conflictos de estos últimos años y para educar hacia la paz,  singularmente Benedicto, y, en el caso de Francisco, introduciendo en ella nuevos caminos a recorrer como el del cuidado de la creación (ecología integral), de la educación y el trabajo y la promoción de colectivos desheredados y que no pueden vivir la paz con las personas víctimas de la trata y los migrantes y refugiados.

Francisco ha sido firme candidato en los últimos años al Premio Nobel, que inexplicablemente todavía no le ha sido concedido. Con todo, en 2016, el Consejo de Europa le concedió el Premio Carlomagno, premio que en 2004 ya le fue otorgado también a Juan Pablo II. “El Papa Francisco -se leía en la motivación de la concesión del premio– trae un mensaje de esperanza a Europa en un momento de crisis que ha puesto en segundo lugar todas las conquistas del proceso de integración”. Particularmente se citan las intervenciones del Pontífice durante su viaje a Estrasburgo el 25 de noviembre de 2014. El Papa –continuaba el acta del jurado el premio- es la “voz de la conciencia” que pide colocar al centro al hombre, “una autoridad moral extraordinaria”.

 

 La paz necesita de la justicia, del diálogo, de la educación y del trabajo

 

Potenciar la jornada

 

Fue la lógica del encuentro entre la Iglesia y el mundo, la que inspiró la constitución de la Jornada Mundial de la Paz, según las inspiraciones que el Concilio había expresado en su constitución pastoral Gaudium et spes. No se trataba entonces, como tampoco ahora, de una celebración exclusivamente católica, sino de una iniciativa compartida por “todos los amigos de la paz”.

La Iglesia, escribió Pablo VI en 1968, solo lanzaba una idea con la esperanza de que pudiera dedicarse un día del año a tomar conciencia de la existencia de una humanidad común que es la que exige la promoción de la paz.

Sin embargo, y desgraciadamente, ni siquiera dentro de la propia Iglesia católica, esta Jornada merece la acogida que debería. Todos los años, los Papas publican el mensaje del día 1 de enero, el mensaje de la paz. Pero, ¿qué se hace para hacer llegar esta jornada y su mensaje anual? ¿Quién lee los mensajes para la Jornada Mundial de la Paz o conoce, si quiera, a qué asunto se dedica el mensaje del año que se acaba de inaugurar?

No se trata de alterar el calendario litúrgico que dedica el primer día del año a celebrar la maternidad de María, pero tampoco de ignorar uno de los ejes centrales de la dimensión social de nuestra fe cristiana.

 

La paz es un valor radicalmente cristiano

 

La paz es, quizás, uno de los términos y conceptos más propios del cristianismo, una de las palabras más ricas y fecundas de nuestra concepción de las relaciones entre los hombres y los pueblos, así como uno de los deberes a los que con más decisión y compromiso deberíamos entregarnos los cristianos. Lejos de ser una palabra hueca o un deseo, se trata de un imperativo para la supervivencia de los pueblos.

La paz, que es mucho más que la ausencia de guerra y que solo es posible cuando se dan la justicia, el desarrollo y el perdón, “es la línea única y verdadera del progreso humano”. 

Para nosotros, los cristianos, decía Pablo VI en 1968, proclamar la paz es anunciar a Cristo y su Buena Noticia. De ahí que la iniciativa adoptada en 1968 era, y es, una oportunidad de oro para una Iglesia que al celebrar la paz anuncia la hermandad intangible y universal de todos los hombres derivada de la Paternidad de Dios, la comunión, el amor al prójimo, el perdón y la reconciliación.

 

Tema de la Jornada 2023

 

El enunciado del tema elegido por Francisco para la Jornada Mundial de la Paz 2023 reza “Nadie puede salvarse solo. Recomenzar desde el COVID-19 para trazar juntos caminos de paz”

En el correspondiente mensaje, Francisco defiende que, “aunque los acontecimientos de nuestra existencia parezcan tan trágicos y nos sintamos empujados al túnel oscuro y difícil de la injusticia y el sufrimiento, estamos llamados a mantener el corazón abierto a la esperanza”. “Confiando en Dios que se hace presente, nos acompaña con ternura, nos sostiene en la fatiga y, sobre todo, orienta nuestro camino”, subraya.

 

Lecciones a aprender de la pandemia

 

Más adelante, el Papa Francisco recuerda cómo el Covid desestabilizó “nuestra vida ordinaria, revolucionando nuestros planes y costumbres” y el “malestar generalizado que ha calado en los corazones de muchas personas y familias”. “La pandemia parece haber sacudido incluso las zonas más pacíficas de nuestro mundo, haciendo aflorar innumerables carencias”, señala.

En esta línea, reitera que “de los momentos de crisis nunca se sale igual: de ellos salimos mejores o peores. Hoy estamos llamados a preguntarnos: ¿qué hemos aprendido de esta situación pandémica?”.

Además, el Papa afirma que la mayor lección aprendida de todo ello es “la conciencia de que todos nos necesitamos; de que nuestro mayor tesoro, aunque también el más frágil, es la fraternidad humana”.

“También hemos aprendido que la fe depositada en el progreso, la tecnología y los efectos de la globalización no solo ha sido excesiva, sino que se ha convertido en una intoxicación individualista e idolátrica”, añade.

El Papa Francisco destaca de este tiempo el “retorno a la humildad”, la reducción de “ciertas pretensiones consumistas” y un “renovado sentido de la solidaridad”. “De esta experiencia ha surgido una conciencia más fuerte que invita a todos, pueblos y naciones, a volver a poner la palabra ‘juntos’ en el centro”, señala.

 

Y ahora, un nuevo desastre: la guerra

 

El Papa Francisco recuerda, como no podía ser de modo otro, que “la guerra en Ucrania se cobra víctimas inocentes y propaga la inseguridad, no solo entre los directamente afectados, sino de forma generalizada e indiscriminada hacia todo el mundo”.

Para el Papa, esta guerra representa “una derrota para la humanidad en su conjunto y no solo para las partes directamente implicadas”.

“Aunque se ha encontrado una vacuna contra el Covid, aún no se han encontrado soluciones adecuadas para la guerra”, alerta Francisco.

“Ciertamente, -continúa el Santo Padre-, el virus de la guerra es más difícil de vencer que los que afectan al organismo, porque no procede del exterior, sino del interior del corazón humano, corrompido por el pecado”.

Ante esta situación, el Papa Francisco invitó a “dejarnos cambiar el corazón por la emergencia que hemos vivido” y permitir “que Dios transforme nuestros criterios habituales de interpretación del mundo y de la realidad a través de este momento histórico”.

Asimismo, explica que “las diversas crisis morales, sociales, políticas y económicas que padecemos están todas interconectadas, y lo que consideramos como problemas autónomos son en realidad uno la causa o consecuencia de los otros”.  Por ello, hizo una llamada a afrontar los retos de nuestro mundo “con responsabilidad y compasión”.

 

Virus como el cambio climático, el hambre, la pobreza

 

Y por todo ello, Francisco reclama “retomar la cuestión de garantizar la sanidad pública para todos; promover acciones de paz para poner fin a los conflictos y guerras que siguen generando víctimas y pobreza; cuidar de forma conjunta nuestra casa común y aplicar medidas claras y eficaces para hacer frente al cambio climático”.

Francisco, en su mensaje, apremia, igualmente, a “luchar contra el virus de la desigualdad y garantizar la alimentación y un trabajo digno para todos, apoyando a quienes ni siquiera tienen un salario mínimo y atraviesan grandes dificultades”.

 

Pobreza y mujer son retos de justicia social y de paz pendientes

 

Y añade que “el escándalo de los pueblos hambrientos nos duele. Hemos de desarrollar, con políticas adecuadas, la acogida y la integración, especialmente de los migrantes y de los que viven como descartados en nuestras sociedades.

Francisco concluye su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 1 de enero de 2023, deseando “a todos los hombres y mujeres de buena voluntad un feliz año, en el que se pueda construir, día a día, la paz entre todos y ser todos artesanos, la paz.      

 

Artículo publicado en 'Nueva Alcarria' el 30 de diciembre de 2022

Por Alfonso Olmos

(director de la Oficina de Información)

 

 

 

Con un “¡Señor, te amo!”, Benedicto XVI ha sellado sus labios para siempre aunque sus palabras, y su legado intelectual, seguirán resonando en los corazones de los católicos para siempre. El papa sabio, inteligente y tímido, que llegó al solio pontificio como “humilde trabajador de la viña del Señor”, ha concluido su testimonio de amor a la Iglesia.

En estos días hemos rezado por el que “con su oración y su silencio ha sostenido la Iglesia”, como el propio papa Francisco reconoció a pedir oraciones por él en las horas postreras de su vida. Los cristianos, y muchos no creyentes, siguen poniendo de manifiesto la enorme capacidad del Papa emérito para razonar la fe.

Comprometido con el selecto mundo académico, en ocasiones podría parecer abstraído de la realidad social, incluso de la vida pastoral de la Iglesia. Pero Benedicto XVI, aun conociendo sus limitaciones, dejó de lado sus propias ideas para acoger las de todos y poder tener así una visión más universal a la hora de gobernar la Iglesia inserta en la sociedad del Siglo XXI.

Vivió una etapa muy convulsa, en la que los graves errores de algunos han ensuciado y dañado a toda la institución eclesial. Y, en esos difíciles momentos, ausente de fuerzas para el desempeño de ministerio encomendado, dio una prueba más de la humildad que le caracterizaba y, tras casi ocho años de pontificado, renunció al ministerio petrino, abriendo la puerta a una nueva época, tan insólita como incierta, en la que tuvo que tomar el timón de la nave de la Iglesia el papa Francisco.

Ahora es tiempo para la reflexión, para retomar sus enseñanzas y para orar por el que tuvo la misión de confirmar en la fe a sus hermanos, apacentar a su pueblo, presidir en la caridad la Iglesia universal y ser principio y fundamento visible de unidad de la Iglesia.

 

 

Por Ángel Moreno

(de Buenafuente)

 

 

Querido amigo:

 

Por el sí de María a la voluntad divina, se restablece el jardín del Paraíso.

Por la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de María, el nuevo Adán aparece en el espacio más hermoso y bello, en el que el Creador se complace. 

 

 

Por la Encarnación del Verbo de Dios en nuestra naturaleza, el ser humano alcanza la mayor dignidad.

 

Por el alumbramiento de María, quien nos muestra al Primogénito de todos los hombres, cabe reconocer nuestra semejanza con Dios.

 

Por el nacimiento de Jesús en Belén, los últimos llegan a ser los primeros. Los pastores, los ancianos y los extranjeros se acercaron a adorar al Niño Jesús.

 

Por el misterio de la Navidad, la naturaleza se convierte en sacramento y todo llama a la alabanza. Todo es nuevo y bueno. El universo es recreado y la realidad es transfigurada.

 

En la Encarnación y en el Nacimiento de Jesús se nos ofrece la revelación más sobrecogedora: Dios ha cumplido su palabra, se ha hecho carne y se ha desposado para siempre con la humanidad. Para siempre nuestra naturaleza está en Dios.

 

Por el misterio de la Navidad se han hecho realidad las profecías: “Ya no te llamarán abandonada, ni a tu tierra devastada, a ti te llamarán mi favorita.”  Dios se recrea en su Hijo, nacido de mujer, y por este acontecimiento, también se recrea en ti.

 

Tú tienes en Belén la posibilidad de reconocerte amado de Dios, si acoges con fe al Niño Jesús.

 

Tú tienes en Navidad la mejor noticia, Dios ve en tu rostro el rostro de su Hijo. Si no te aceptas, no aceptas a Dios.

 

Tú tienes en tu propio cuerpo el lugar más inmediato para conocer el acontecimiento del Dios humanado y en el semblante  del prójimo, el semblante de Cristo.

 

Puede que no sientas cuanto te digo, pero es verdad.

 

Puede que no te veas elevado a la dignidad de hijo de Dios, pero Él te mira así.

 

Puede que sientas dolor, silencio, miedo, soledad, ausencia de seres queridos, pobreza y necesidad, pero nada queda desde ahora sin ser mirado entrañablemente por Dios.

 

Permíteme que te diga: “Feliz Navidad”. Y que te desee el gozo de saber que Dios te ama. 

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