Por Jesús Recuero
(Delegación Pastoral del Sordo)
 
 
 
 
 
Mi interés y preocupación por este sector pastoral arranca, cuando Odete, misionera de los Servidores del  Evangelio de la Misericordia, se presenta en la parroquia y me sugiere si como Delegado de Apostolado Seglar en aquellas fechas, me parece bien iniciar un trabajo Pastoral con sordos. Llevábamos un año iniciando con los invidentes (CECO) y dije inmediatamente y sin pensarlo dos veces que sí, aunque no conocía nada sino por referencias. A partir de aquí comienzo a interesarme. me entero que lleva muchos años presente en Madrid y Barcelona. Que hay un Departamento en la Conferencia Episcopal, etc, y se comienza la andadura en esta parroquia. La responsabilidad y animación  del grupo lo lleva Odete. Las reuniones son todos los miércoles a las 18h. Los primeros domingos de cada mes se celebra la Eucaristía adaptada con proyecciones y traducciones al lenguaje sígnico.

Por el cardenal Stanislaw Rylko

(Presidente del Consejo Pontificio para los Laicos)

 

«La Iglesia tiene que dar hoy un gran paso adelante en su evangelización; debe entrar en una nueva etapa histórica de su dinamismo misionero»1. Esta afirmación de la Christifideles Laici sigue siendo muy actual y continúa siendo insustituible el papel que juegan los laicos católicos en este proceso. La invitación de Cristo: «Id también vosotros a mi viña» (Mt 20, 3-4) ha de ser entendida por un número cada vez mayor de fieles laicos – hombres y mujeres – como un llamamiento claro de asumir la propia parte de responsabilidad en la vida y la misión de la Iglesia, es decir en la vida y en la misión de todas las comunidades cristianas (diócesis y parroquias, asociaciones y movimientos eclesiales). El compromiso evangelizador de los laicos, de hecho, ya está cambiando la vida eclesial2, y esto representa un gran signo de esperanza para la Iglesia.

La vastedad de la mies evangélica de hoy le da un carácter de urgencia al mandato misionero del Divino Maestro: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15). Lamentablemente hoy, también entre los cristianos, se impone y difunde una mentalidad relativista que genera no poca confusión con respecto a la misión. Veamos algún ejemplo: la propensión a reemplazar la misión con un diálogo en el que todas las posiciones son equivalentes; la tendencia a reducir la evangelización a una simple obra de promoción humana, con la convicción de que es suficiente ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a la propia religión; un falso concepto del respeto de la libertad del otro hace que se renuncie a cualquier llamamiento a la necesidad de conversión. A estos y otros errores doctrinales han contestado primero la encíclica Redemptoris Missio (1990), después la declaración Dominus Iesus (2000) y sucesivamente la Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la evangelización (2007) de la Congregación para la Doctrina de la Fe – todos documentos que merecen ser objeto de un estudio más profundo. Como un explícito mandato del Señor, la evangelización no es una actividad accesoria, sino la misma razón de ser de la Iglesia sacramento de salvación. La evangelización, asegura la Redemptoris Missio, es una cuestión de fe, «es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros»3. Como dice san Pablo «el amor de Cristo nos apremia» (2 Cor 5, 14). Por ello, no está fuera de lugar subrayar que «no puede haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita de que Jesús es el Señor»4 mediante la palabra y el testimonio de vida, porque «el hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías»5. Quien conoce a Cristo tiene el deber de anunciarlo y quien no le conoce tiene el derecho de recibir tal anuncio. Esto lo ha entendido muy bien san Pablo cuando escribía: «El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» ( 1 Cor 9, 16). A un bautizado siempre tiene que acompañarle tal inquietud misionera.

El futuro Papa Benedicto XVI, en una conferencia pronunciada en el año 2000, nos ha dejado en relación a esto indicaciones muy valiosas que nos invitan a retornar a lo esencial. Hablando de la evangelización, el cardenal Joseph Ratzinger partía de una premisa fundamental: El «verdadero problema de nuestro tiempo es “la crisis de Dios”, la ausencia de Dios, disfrazada de religiosidad vacía […]. Todo cambia dependiendo de si Dios existe o no existe. Por desgracia, también nosotros, los cristianos, vivimos a menudo como si Dios no existiera (si Deus non daretur). Vivimos según el eslogan: Dios no existe y, si existe, no influye. Por eso, la evangelización ante todo debe hablar de Dios, anunciar al único Dios verdadero: el Creador, el Santificador, el Juez (cf. Catecismo de la Iglesia Católica)»6. E insistía una vez más: «Hablar de Dios y hablar con Dios deben ir siempre juntos»7. De aquí parte el papel insustituible de la oración como seno de donde nace toda iniciativa misionera verdadera y auténtica. Entonces el tema de Dios se concreta en el tema de Jesucristo: «Sólo en Cristo y por Cristo el tema de Dios se hace realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el Dios con nosotros, la concretización del “Yo soy”, la respuesta al deísmo»8. Partiendo de esta premisa-base, el cardenal Ratzinger formuló tres leyes que guían el proceso de evangelización en la Iglesia que vale la pena recordar. La primera es la que llama ley de expropiación. Nosotros los cristianos no somos dueños, sino humildes siervos de la gran causa de Dios en el mundo. San Pablo escribe: «Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Cor 4, 5). Por ello, el cardenal Ratzinger subrayaba con fuerza que «evangelizar no es tanto una forma de hablar; es más bien una forma de vivir: vivir escuchando y ser portavoz del Padre. “No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga” (Jn 16, 13) […] dice el Señor sobre el Espíritu Santo. […] El Señor, y el Espíritu construyen la Iglesia, se comunican en la Iglesia. El anuncio de Cristo, el anuncio del reino de Dios, supone la escucha de su voz en la voz de la Iglesia. “No hablar en nombre propio” significa hablar en la misión de la Iglesia»9. Por ello, la nueva evangelización jamás es un asunto privado, porque detrás siempre está Dios y siempre está la Iglesia. El cardenal Ratzinger añadió: «No podemos ganar nosotros a los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos son ineficaces si no están fundados en la oración. La palabra del anuncio siempre ha de estar impregnada de una intensa vida de oración»10. Esta certeza es para nosotros un gran sostén y nos da la fuerza y el valor necesarios para asumir los desafíos que el mundo presenta a la misión de la Iglesia.

La segunda ley de la evangelización es la que surge de la parábola del grano de mostaza, «al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrarla crece, se hace más alta que las demás hortalizas» (Mc 4, 31-32). «Las grandes realidades tienen inicios humildes»11, subrayaba el entonces cardenal Ratzinger. Es más, Dios tiene una especial predilección por lo pequeño: el “pequeño resto de Israel”, portador de la esperanza para todo el pueblo elegido; el “pequeño rebaño” de los discípulos a que el Señor exhorta a no temer porque el Padre ha tenido precisamente a bien darles el reino (cf. Lc 12, 32). La parábola del grano de mostaza dice que quien anuncia el Evangelio tiene que ser humilde, no tiene que pretender de obtener resultados inmediatos – ni cualitativos ni cuantitativos. Pues la ley de los grandes números no es la ley de la Iglesia. Porque el dueño de la mies es Dios y es él quien decide los ritmos, los tiempos y las modalidades de crecimiento de la siembra. Esta ley nos protege del dejarnos llevar por el desánimo en nuestro compromiso misionero, sin por ello dejar de eximirnos de hacer todo lo posible en nuestro esfuerzo, tal como nos lo recuerda el Apóstol de las gentes, «quien siembra tacañamente, tacañamente cosechará; el que siembra abundantemente, abundantemente cosechará» (2 Cor 9, 6).

La tercera ley de la evangelización es, por último, la ley del grano de trigo que muere para dar mucho fruto (cf. Jn 12, 24). En la evangelización siempre está presente la lógica de la Cruz. Decía el cardenal Ratzinger: «Jesús no redimió el mundo con palabras hermosas, sino con su sufrimiento y su muerte. Su pasión es la fuente inagotable de vida para el mundo; la pasión da fuerza a su palabra»12. Aquí vemos el peso que el testimonio de los mártires de la fe tiene en la obra de evangelización. Con razón escribe Tertuliano: «Segando nos sembráis: más somos cuanto derramáis más sangre; que la sangre de los cristianos es semilla»13. Frase más conocida en la versión: “La sangre de los mártires es semilla de los confesores”. El testimonio de la fe sellada con la sangre de tantos mártires es el gran patrimonio espiritual de la Iglesia y un signo luminoso de esperanza para su futuro. Con el apóstol Pablo los cristianos pueden decir: «Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados; llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 8-10).

El alcance de las tareas que la Iglesia tiene que enfrentar al inicio del tercer milenio de la era cristiana hace que a menudo nos sintamos ineptos e incapaces. La gran causa de Dios y el Evangelio en el mundo es constantemente obstaculizada y contrarrestada por fuerzas hostiles de diferentes signos. Pero nos alientan una vez más las palabras de esperanza de Benedicto XVI. En una homilía sobre los “fracasos de Dios”, que pronunció ante los obispos suizos en visita ad limina, decía: «Al inicio Dios fracasa siempre, deja actuar la libertad del hombre, y esta dice continuamente “no”. Pero la creatividad de Dios, la fuerza creadora de su amor, es más grande que el “no” humano. […] ¿Qué significa todo eso para nosotros? Ante todo tenemos una certeza: Dios no fracasa. “Fracasa” continuamente, pero en realidad no fracasa, pues de ello saca nuevas oportunidades de misericordia mayor, y su creatividad es inagotable. No fracasa porque siempre encuentra modos nuevos de llegar a los hombres y abrir más su gran casa»14. Esta es la razón por la que nunca debemos perder la esperanza. El Sucesor de Pedro nos asegura que Dios «también hoy encontrará nuevos caminos para llamar a los hombres y quiere contar con nosotros como sus mensajeros y sus servidores»15.

Por Santiago Moranchel

(Delegación de Enseñanza)

 

La noticia es reciente. De ayer mismo. En la versión digital de ABC (20/04/2015) venía la siguiente noticia que presentamos para la reflexión y el comentario de los lectores. Trata sobre la incultura o ignorancia religiosa de nuestros estudiantes.  (Para centrarnos en lo que hemos considerado esencial lo dividimos en diversos puntos. Las palabras en cursiva es personal)

 

Por Miguel Ángel Ortega

(Delegación de Patrimonio)

 

La parroquia serrana de Bocígano vivió con expectación e ilusión la entronización, el pasado jueves santo, día 2 de abril, de la imagen titular de su parroquia, Ntra. Sra. la Virgen Blanca. La imagen, que estaba muy deteriorada y pintada con productos sintéticos en los años 70 del siglo pasado, había sido revestida con traje y manto, precisamente para no apreciar sus desperfectos. Hace unos años se encargó una copia en madera pintada en los Talleres Martínez de Horche para que procesionara, puesto que la original era ya imposible que lo hiciera.

Durante los trabajos de restauración y consolidación del retablo de la parroquia, el pasado verano, se pidió a la empresa Tríptico Restaura que hiciera una valoración sobre la recuperación de la imagen, encontrándose algunos restos originales en el vestido de la misma, lo que animó a la parroquia a propiciar la intervención para recuperar un elemento imprescindible en el conjunto. Intervención que fue avalada por la Delegación Diocesana de Patrimonio del obispado de Sigüenza-Guadalajara, que ha seguido, junto con los párrocos, el proceso de restauración.

La imagen sedente, posiblemente de mediados del siglo XV, de la Virgen sostiene al Niño Jesús abrazado a su pecho y porta en la mano derecha una flor. Tras la recuperación de todos los elementos originales se procedió a repintar las zonas en las que no quedaba ni rastro del estado primitivo. Por pequeño que sea, este es un ejemplo más de la preocupación de la comunidad cristiana, de la Iglesia en definitiva, por la recuperación del patrimonio cultural también en los pueblos más pequeños de la diócesis.

Por Agustín Bugeda

(Vicario general)

 

 

Al llegar el 19 de abril de este 2015, no puedo si no hacer memoria de otro 19 de abril, hace ya 10 años, donde el mundo entero estábamos pendientes de una “chimenea” y de un “balcón”.

Serían las 6 de la tarde cuando la “fumata blanca” nos señalaba que teníamos un nuevo Papa. Yo me encontraba desde las 5 en la Plaza de San Pedro. Estabámos comenzando a celebrar las Vísperas con un grupo de personas cuando la “fumata blanca” nos sorprendió y una gran alegría pasó de unos a otros, compartiendo, rezando, dando gracias, abrazos… como ocurre siempre en la Plaza de San Pedro, en esa comunión católica que no tiene en cuenta nada, sino solamente que somos miembros del nuevo Pueblo de Dios.

Al rato con la plaza ya totalmente abarrotada salía al balcón el nuevo Papa, que adoptaría el nombre de Benedicto XVI. Aquel que tenía la protección de San José por su nombre de pila, quería ahora ponerse bajo la protección e imitación de San Benito, el monje patrón de Europa.

Precisamente la semana anterior, el Cardenal Ratzinger había ido a prepararse al Conclave a un convento de benedictinas, y la casulla que en su momento esas benedictinas hicieron para San Juan Pablo II, sería la que él llevaría en la celebración de comienzo de su ministerio como obispo de Roma que ejerce el ministerio petrino.

Un estilo de vida casi  monacal, que siempre había llevado, asumiendo que era el pastor universal de la Iglesia, es el que marcó los años profundos, orantes, litúrgicos, doctrinales, laboriosos, sencillos… del Papa Benedicto XVI. Nunca agradeceremos bastante al Señor la riqueza de su magisterio en todo momento que sigue iluminando e iluminará por mucho tiempo el quehacer eclesial.

Viéndolo en la distancia, está claro que el Espíritu Santo nos quiso regalar este gran Papa casi monje, entre el torbellino también del Espíritu de San Juan Pablo II y el Papa Francisco.

Con una decisión única, llena de humildad y entrega confiada en las manos del Padre, decidió vivir sus últimos años como Papa emerito siendo ya monje casi por completo. Precisamente en un monasterio habilitado por su antecesor para monjas de clausura en los jardines vaticanso, es donde él ha decidido pasar en oración y trabajo sencillo, sus últimos años de servicio a la Iglesia. Su testimonio orante, contemplativo y reflexivo sigue siendo un referente para todos nosotros.

Por eso al recordar la elección de Benedicto XVI no me queda sino dar inmensas gracias a Dios, no solamente por él, sino por los grandes y santos Papas que el Señor ha regalado a su Iglesia en el siglo XX y comienzo del siglo XXI, todos ellos son lo que el Espíritu quería para todos nosotros en el momento preciso. Podemos decir que los cardenales han sabido estar atentos a la voz del Espíritu, a los deseos del Señor y no a los suyos propios.

Con San Juan Bosco, como decía a sus alumnos, yo también me digo y digo a todos, “no digáis viva Pío IX!, o León XIII!, sino ¡viva el Papa!”. No digamos yo soy de Benedicto, o yo de Juan Pablo, o de Francisco… no utilicemos al Papa como bandera de ninguna idea o sensibilidad, sino digamos desde lo profundo del corazón yo soy del Papa, sea el que sea, y el Papa es el gran don que nuestro Señor hace siempre a su Iglesia para conservarla en la fidelidad al Evangelio.

 

            ¡Viva Benedicto XVI! ¡Viva Francisco!, pero ante todo, ¡Viva el Papa!

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