Por Ángel Moreno

(de Buenafuente)

 

 

“Alegraos”. “No temáis” 

Las palabras del Resucitado son provocadoras en tiempos de pandemia. Si el miedo nos acosa, la muerte nos acecha, la sociedad se atomiza, la convivencia se rompe, la fe se apaga, la soledad crece, el fantasma se agiganta, ¿cómo alegrarse? ¿Cómo no temer? 

Estas palabras de Cristo vencedor de la muerte nos hacen dudar y desconfiar. ¿No serán expresiones pietistas? ¿Placebos espirituales? ¿Afán de dominio religioso? ¿Fórmulas vacías ante tanto drama? 

Es el momento de la crisis y de la desbandada, de la huida y de la desconfianza, pues no podemos contener lo que parece irremediable: la destrucción social, familiar y personal. 

Los discípulos se resistieron a creer que pudiera ser verdad la resurrección de Jesús. Los dos de Emaús incluso se marcharon escépticos y Tomás se cerró a dar fe a las noticias. Es natural, en este momento, hacerse preguntas desestabilizadoras y sumirse en el dolor por la pérdida de seres queridos. Es natural permanecer encerrados, aparte de que nos obliguen.

 Y, sin embargo, a pesar de todo, aunque parezca que uno es crédulo, y que dar fe al Evangelio es un pensamiento débil porque las estadísticas afirman el desplome de los creyentes, el crecimiento de los ateos y el aumento de los no practicantes, aunque uno siente todas las preguntas y escucha todas las sospechas, hoy quiero apostar conscientemente por las palabras de Jesús y abrirme a su saludo de paz, de alegría y de esperanza. 

Quiero confesar como el apóstol Tomás, sin que sea refugio mental ni huida del realismo: “Señor mío y Dios mío”. Y al tiempo, contemplo las heridas del cuerpo de Cristo, su Iglesia, la humanidad entera. Es momento de atreverse a creer, a dar fe a quien ha superado la muerte. 

Jesucristo ya previno la posible resistencia a la verdad de su resurrección cuando le dijo al apóstol: “Porque has visto has creído; dichosos los que sin ver, creen”. Yo no veo, pero creo; aunque como el apóstol Pedro, también suplico: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. 

Día de confiar en la Divina Misericordia. El mensaje que Jesús reveló a santa Faustina y que se ha hecha jaculatoria es: “Divina Misericordia, en ti confío”. “Jesús, confío en ti”. 

Si te resistes, lo entenderé; pero si confías y te abandonas en manos de Dios, la paz te visitará y sentirás la serenidad que da la fe. Te lo deseo.

Por Javier Bravo

(Delegación de Medios de Comunicación Social)

 

 

Ya conocemos que, desde que se inició el confinamiento y comenzaron las restricciones para acudir a los templos, nuestra diócesis inició las retransmisiones de algunas celebraciones desde el canal oficial de YouTube destinado para ello, el de la Concatedral de Santa María. El rezo del Ángelus por las mañanas y la Eucaristía de la tarde a las 19,00 horas, así como la Eucaristía dominical a las 12.00 y las 19.00 horas, iniciativa a la que se adhirió, días después, el canal de televisión TDT Guadalajara Media. Después, varias parroquias de la geografía diocesana se unieron a esta iniciativa y comenzaron a transmitir en directo a través de su cuenta de Facebook.

Hace unas semanas, y tras decretar el gobierno el estado de alarma por el COVID-19, los titulares de muchos periódicos y programas de televisión eran <<Se suspende la Semana Santa>>. Pues bien, no, la Semana Santa no se suspendió, se suspendió la participación presencial en los oficios sagrados en nuestros templos y la manifestación de la religiosidad popular en las procesiones.  Sería, por lo tanto, una Semana Santa diferente, pero Semana Santa, la semana Grande para los cristianos.

Han sido muchas las ofertas diocesanas que hemos tenido virtualmente para celebrar los días más importantes del calendario cristiano. Yo destacaría los ofertados por la Delegación de Juventud: el Vía Crucis Joven y la Pascua Joven Online. La primera de ellas, una convocatoria presencial diocesana muy arraigada, tuvo también mucha participación virtual. Aunque los medios técnicos eran lo que eran, lo importante es que rezamos unidos fijando nuestra mirada y nuestra meditación en torno a María.

También nos llegaba por distintos medios la Pascua Joven Online. Me metí en un grupo integrado por un sacerdote y varios laicos. Los textos de la mañana y la reflexión nos hacían entrar en el misterio de cada día y, aunque yo sólo pude compartir con el grupo un par de tardes, fue una experiencia muy enriquecedora. Me hizo volver a los años de mi juventud y a recordar aquellas Pascuas urbanas en el centro ‘Juan Pablo II’, donde después de celebrar con nuestra comunidad, nos juntábamos en esa pequeña comunidad para compartir lo vivido. ¿Os acordáis Carmelo, Marisol, Mª Paz, Noemí…, de aquellas horas santas bajo la fría noche, de aquella adoración de la cruz en la intimidad?

En mi caso, he vivido como otros años la Semana Santa en familia, pude asistir, aunque virtualmente y #DesdeCasa -que nunca lo había hecho-, a la Misa Crismal desde la Catedral de Cuenca y desde ahí seguí y celebré también los Santos Oficios del jueves y viernes santo, celebraciones austeras sin cantos, sin flores, … en mi modesta opinión la Semana Santa que Dios quería este año.

Por tanto, sí ha habido Semana Santa. Ha habido una Semana Santa en cada una de las iglesias domésticas que hemos creado cada familia por el confinamiento, pero una Semana Santa vivida en la comunidad de los Hijos de Dios, la Iglesia.

Rafael Amo Usanos

(Delegación de Ecumenismo)

 

 

Las mujeres dan la noticia: habían ido de mañana al sepulcro y encontraron la tumba vacía. Pedro y Juan corren hacia el lugar donde habían enterrado el cuerpo de Jesús y encuentran solo la sabana y el sudario, pero el cuerpo no está. Por la tarde, Cleofás y su acompañante se presentan en el Cenáculo diciendo que han reconocido a Jesús, vivo en un peregrino que los ha acompañado, cuando ha partido el pan. Y Jesús mismo se presenta en el Cenáculo, donde los apóstoles estaban escondidos por miedo a los judíos, y les enseña las manos y el costado. El cuerpo del crucificado es el mismo del resucitado. Dos mil años hace que esto ocurrió. 

Hoy, abril de 2020, los cementerios del mundo se llenan de cuerpos de personas fallecidas por efecto del covid-19. Familias enteras con tristeza y dolor no pueden ni siquiera despedirse del cuerpo de su ser querido que, en el mejor de los casos, es inhumado o incinerado con la única compañía de un par de familiares y el ministro que celebra. 

Es un tremendo contraste, un doloroso contraste, sin embargo, es el mensaje de la Pascua: los cementerios están llenos de cuerpos y el sepulcro está vacío. Cristo ha resucitado y su cuerpo ha vuelto a la vida, el mismo cuerpo que sufrió la pasión y fue sepultado. También los cuerpos que hoy enterramos abandonarán el sepulcro el día de la resurrección final. Esta es la verdadera esperanza, que la vida no termina con la muerte. Que la muerte que asola el mundo por el covid-19 no va a ganar la batalla porque la muerte ha sido vencida en la resurrección de Cristo. 

Las demás noticias son esperanzadoras: que hay menos muertos, que hay más recuperados, que la pandemia se va controlando, etc. Pero ESPERANZA, así escrito con mayúsculas, es que Dios resucitó a su Hijo de entre los muertos y lo hará con los que fallezcan por el covid-19 o por cualquier causa. Los que han muerto a lo largo de la historia y los que lo harán en el futuro hasta el fin de los tiempos. 

Esta situación nos deja de forma paradójica, al menos y a mi juicio, cuatro lecciones relacionadas con el cuerpo. 

El confinamiento, al que estamos sometidos miles de millones de personas, nos enseña que necesitamos tocarnos, abrazarnos, besarnos. Que necesitamos sentirnos cerca unos de otros y eso es posible gracias a nuestro cuerpo. Somos esencialmente cuerpo con espíritu. El cuerpo nos une a la tierra de la que venimos y a la que volveremos, y nos diferencia de los ángeles, que son espíritus puros, seres que no se pueden abrazar. 

Vivimos la solidaridad con el moribundo con el cuerpo de quien está con él y le acaricia para que no muera solo. La amistad y el amor se expresan con el cuerpo, de ahí que una video-llamada nunca se equiparará a una comida juntos, en la misma mesa, rozándonos, escuchándonos y viéndonos sin una cámara y unos altavoces que hagan de intermediarios. Pero, al mismo tiempo, el amor a nuestros hermanos se expresa, en este tiempo de confinamiento, renunciando al contacto físico por medio del cuerpo. Si no contacto, no contagio. 

La oración compartida, la celebración de la Eucaristía, tampoco se suple por una misa celebrada a kilómetros por la televisión o a pocos metros y retransmitida por internet. Estimulan nuestra oración y se agradece, pero no es lo mismo que una celebración en la que nos vemos, nos oímos, nos tocamos y comulgamos. Dios, que nos ama, ha querido necesitar de la espesura de la mediación de un cuerpo: el físico que anduvo por Galilea, la eucaristía que comemos y el resucitado que tocaron los apóstoles y que nos abrazará cuando lleguemos al cielo. 

Todos estamos en la misma barca. Toda la humanidad se puede comprender con la imagen de un cuerpo en el que todos los miembros se necesitan. Ningún órgano se opone al otro, se complementan. Y estos días nos han enseñado la lección del bien común, que no se opone al bien de cada individuo. Para que a mi me vaya bien le ha de ir al conjunto de la humanidad. Para que a la humanidad le vaya bien, todos sus individuos han de estar bien. 

Cuando todo esto acabe, me gustaría comer con mi familia y mis amigos, celebrar la eucaristía con una comunidad de cristianos en el mismo templo, me gustaría avanzar hacia Dios junto con toda la humanidad a la que pertenezco. Y, aún con dolor, visitar los cementerios donde responsan los cuerpos de las personas a las que quiero, y decir con ESPERANZA: nos abrazaremos en el cielo.

El Papa recuerda que “el Resucitado no es otro que el Crucificado” y que ante el contagio del Covid 19 necesitamos el «contagio» de la esperanza y de la solidaridad

 

Por Jesús de las Heras Muela

(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

 

 

 

 

 

 

En España desde el final de la Guerra Civil –hace 81 años- y en el resto del mundo desde la conclusión de la II Guerra Mundial –hace 75 años-, nunca se había vivido una Semana Santa como esta, marcada y lastrada por la pandemia del coronavirus. Y si alguien, alguna personalidad de ámbito y proyección internacional, ha encarnado y está encarnando el dolor y la esperanza de la entera humanidad ante esta pandemia es el Papa Francisco.

Por ello, este artículo va a recoger íntegro, con apartados y subrayados, su impresionante mensaje pascual y bendición «urbi et orbi» del pasado domingo 12 de abril, Pascua de resurrección.

Y como imagen de este artículo va una fotografía del cirio pascual acompañado del Cristo crucificado de la catedral de Sigüenza en su iglesia o capilla parroquial de San Pedro.  He elegido esta imagen al hilo de las siguientes palabras del Papa en este mensaje: «El Resucitado no es otro que el Crucificado. Lleva en su cuerpo glorioso las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de esperanza. A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada». Lo que el Papa nos ha recordado es aquella frase latina ya célebre: «Per crucem ad lucem (Por la cruz a la luz)». Y la cruz y la luz se funden en la esperanza definitiva que nunca defrauda de Jesucristo crucificado y resucitado por todos nosotros, ahora muy especial por nuestros hermanos y familiares y amigos del coronavirus.

 

Mensaje pascual del Papa Francisco

«Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua! Hoy resuena en todo el mundo el anuncio de la Iglesia: “¡Jesucristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!”.

Esta Buena Noticia se ha encendido como una llama nueva en la noche, en la noche de un mundo que enfrentaba ya desafíos cruciales y que ahora se encuentra abrumado por la pandemia, que somete a nuestra gran familia humana a una dura prueba. En esta noche resuena la voz de la Iglesia:” ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! (Secuencia pascual).

Es otro “contagio”, que se transmite de corazón a corazón, porque todo corazón humano espera esta Buena Noticia. Es el contagio de la esperanza: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!». No se trata de una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas. No, no es eso la resurrección de Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no “pasa por encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios.

El Resucitado no es otro que el Crucificado. Lleva en su cuerpo glorioso las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de esperanza. A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada».

 

Pascua en tiempos de coronavirus

La actual pandemia mundial, sobre todo en Europa, Estados Unidos de América y China, centró su mensaje: «Hoy pienso –afirmó Francisco el Domingo de Pascua- sobre todo en los que han sido afectados directamente por el coronavirus: los enfermos, los que han fallecido y las familias que lloran por la muerte de sus seres queridos, y que en algunos casos ni siquiera han podido darles el último adiós. Que el Señor de la vida acoja consigo en su reino a los difuntos, y dé consuelo y esperanza a quienes aún están atravesando la prueba, especialmente a los ancianos y a las personas que están solas.

 Que conceda su consolación y las gracias necesarias a quienes se encuentran en condiciones de particular vulnerabilidad, como también a quienes trabajan en los centros de salud, o viven en los cuarteles y en las cárceles. Para muchos es una Pascua de soledad, vivida en medio de los numerosos lutos y dificultades que está provocando la pandemia, desde los sufrimientos físicos hasta los problemas económicos.

Esta enfermedad no solo nos está privando de los afectos, sino también de la posibilidad de recurrir en persona al consuelo que brota de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la Reconciliación. En muchos países no ha sido posible acercarse a ellos, pero el Señor no nos dejó solos. Permaneciendo unidos en la oración, estamos seguros de que Él nos cubre con su mano (cf. Sal 138,5), repitiéndonos con fuerza: No temas, “he resucitado y aún estoy contigo” (Antífona de ingreso de la Misa del día de Pascua, Misal Romano).

Que Jesús, nuestra Pascua, conceda fortaleza y esperanza a los médicos y a los enfermeros, que en todas partes ofrecen un testimonio de cuidado y amor al prójimo hasta la extenuación de sus fuerzas y, no pocas veces, hasta el sacrificio de su propia salud. A ellos, como también a quienes trabajan asiduamente para garantizar los servicios esenciales necesarios para la convivencia civil, a las fuerzas del orden y a los militares, que en muchos países han contribuido a mitigar las dificultades y sufrimientos de la población, se dirige nuestro recuerdo afectuoso y nuestra gratitud.

En estas semanas, la vida de millones de personas cambió repentinamente. Para muchos, permanecer en casa ha sido una ocasión para reflexionar, para detener el frenético ritmo de vida, para estar con los seres queridos y disfrutar de su compañía. Pero también es para muchos un tiempo de preocupación por el futuro que se presenta incierto, por el trabajo que corre el riesgo de perderse y por las demás consecuencias que la crisis actual trae consigo. Animo a quienes tienen responsabilidades políticas a trabajar activamente en favor del bien común de los ciudadanos, proporcionando los medios e instrumentos necesarios para permitir que todos puedan tener una vida digna y favorecer, cuando las circunstancias lo permitan, la reanudación de las habituales actividades cotidianas ».

 

Este no es el tiempo de egoísmo, sino de la fraternidad

Y prosiguió Francisco: «Este no es el tiempo de la indiferencia, porque el mundo entero está sufriendo y tiene que estar unido para afrontar la pandemia. Que Jesús resucitado conceda esperanza a todos los pobres, a quienes viven en las periferias, a los prófugos y a los que no tienen un hogar. Que estos hermanos y hermanas más débiles, que habitan en las ciudades y periferias de cada rincón del mundo, no se sientan solos. Procuremos que no les falten los bienes de primera necesidad, más difíciles de conseguir ahora cuando muchos negocios están cerrados, como tampoco los medicamentos y, sobre todo, la posibilidad de una adecuada asistencia sanitaria.  

Considerando las circunstancias, se relajen además las sanciones internacionales de los países afectados, que les impiden ofrecer a los propios ciudadanos una ayuda adecuada, y se afronten —por parte de todos los países— las grandes necesidades del momento, reduciendo, o incluso condonando, la deuda que pesa en los presupuestos de aquellos más pobres.

Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas. Entre las numerosas zonas afectadas por el coronavirus, pienso especialmente en Europa. Después de la Segunda Guerra Mundial, este continente pudo resurgir gracias a un auténtico espíritu de solidaridad que le permitió superar las rivalidades del pasado. Es muy urgente, sobre todo en las circunstancias actuales, que esas rivalidades no recobren fuerza, sino que todos se reconozcan parte de una única familia y se sostengan mutuamente. Hoy, la Unión Europea se encuentra frente a un desafío histórico, del que dependerá no solo su futuro, sino el del mundo entero. Que no pierda la ocasión para demostrar, una vez más, la solidaridad, incluso recurriendo a soluciones innovadoras. Es la única alternativa al egoísmo de los intereses particulares y a la tentación de volver al pasado, con el riesgo de poner a dura prueba la convivencia pacífica y el desarrollo de las próximas generaciones».

 

No a la división, ni al olvido, ni a la marginación

Como es habitual en los discursos papales para la Pascua, tanto la de Navidad como de Resurrección, en este caso Francisco no se olvidó tampoco, aun cuando la crisis mundial del coronavirus centró su discurso, de otros problemas que azotan y acosan, tantas veces en medio de la indiferencia generalizada, a nuestro mundo. Volvamos a citarle textualmente:

«Este no es tiempo de la división. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto el fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo. No es este el momento para seguir fabricando y vendiendo armas, gastando elevadas sumas de dinero que podrían usarse para cuidar personas y salvar vidas.

Que sea en cambio el tiempo para poner fin a la larga guerra que ha ensangrentado a la amada Siria, al conflicto en Yemen y a las tensiones en Irak, como también en el Líbano. Que este sea el tiempo en el que los israelíes y los palestinos reanuden el diálogo, y que encuentren una solución estable y duradera que les permita a ambos vivir en paz. Que acaben los sufrimientos de la población que vive en las regiones orientales de Ucrania. Que se terminen los ataques terroristas perpetrados contra tantas personas inocentes en varios países de África.

Este no es tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas. Que el Señor de la vida se muestre cercano a las poblaciones de Asia y África que están atravesando graves crisis humanitarias, como en la Región de Cabo Delgado, en el norte de Mozambique.

Que reconforte el corazón de tantas personas refugiadas y desplazadas a causa de guerras, sequías y carestías. Que proteja a los numerosos migrantes y refugiados —muchos de ellos son niños—, que viven en condiciones insoportables, especialmente en Libia y en la frontera entre Grecia y Turquía. Y no quiero olvidar de la isla de Lesbos. Que permita alcanzar soluciones prácticas e inmediatas en Venezuela, orientadas a facilitar la ayuda internacional a la población que sufre a causa de la grave coyuntura política, socioeconómica y sanitaria.

Queridos hermanos y hermanas: las palabras que realmente queremos escuchar en este tiempo no son indiferencia, egoísmo, división y olvido. ¡Queremos suprimirlas para siempre! Esas palabras pareciera que prevalecen cuando en nosotros triunfa el miedo y la muerte; es decir, cuando no dejamos que sea el Señor Jesús quien triunfe en nuestro corazón y en nuestra vida.

Que Él, que ya venció la muerte, abriéndonos el camino de la salvación eterna, disipe las tinieblas de nuestra pobre humanidad y nos introduzca en su día glorioso que no conoce ocaso. Con estas reflexiones, os deseo a todos una feliz Pascua».

 

PUBLICADO EN NUEVA ALCARRIA EL 17 DE ABRIL DE 2020

 

Por la Comunidad de la Madre de Dios

(Monasterio de Buenafuente)

 

 

Queridos hermanos: ¡Qué paralización mundial! ¿Quién podía pensar, ni siquiera imaginar algo semejante? 

Tal vez nuestro silencio sería más elocuente, ya que desde la declaración del estado de alarma, el pasado 14 de marzo, se ha escrito mucho. Sin embargo, nos aventuramos a comunicaros nuestra vivencia de la situación, y así, de esta forma, mantenemos algo del calendario de actividades. 

El decreto del gobierno que limita la libre circulación de las personas, en poco o nada modifica el estilo de vida de quienes, por responder a la llamada del Señor, hemos renunciado a ella.  No obstante ¡qué cambio! Todo el planeta sometido por el covid-19. Para nosotras está siendo una fuerte llamada del Señor a profundizar en nuestra vida orante, a levantar las manos como Moisés en el Sinaí, en nombre de tantos y tantos, de toda la humanidad.    

El Papa Francisco confesaba al periodista español Jordi Évole: “Quizá «rescatar la convivencia» sea «uno de los logros de esta trage­dia»”. Dios quiera que esto sea así para todos: familias, comunidades religiosas, incluso para quienes viven solos. Porque convivir con uno mismo, acaso sea la primera dificultad personal para la convivencia con los otros. Ahondando en las palabras del Santo Padre, nos damos cuenta de que Dios es Comunidad, es familia, es convivencia: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Así, la convivencia en nuestra familia o comunidad es participar de la vida divina, es un don de Dios para cada uno de nosotros. 

Viviendo la Semana Santa, en la que ya estamos, la semana más grande para nuestra fe, cabe la posibilidad de  participar de los Oficios  en familia, en una liturgia doméstica, en la que escuchemos la Palabra de Dios y haya un espacio para compartir en intimidad el eco de la Palabra en nuestra vida. Es un lujo que hay que aprovechar. Además del culto a través de los medios de comunicación, hagamos un hueco, como nos suscite el Espíritu, para escucharnos. 

Es un buen momento para poner en práctica la recomendación del Papa Francisco: “Nos urge la necesidad  de tener familiaridad e intimidad con la Sagrada Escritura y con el Resucitado” (Aperuit Illis 8). Y todo esto porque lo valemos, porque somos Hijos de Dios. “Os rescataron a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha” (1ª Pe 18 s). 

Como nos ha dicho a propósito de esta situación el Abad General de la Orden Cisterciense con el salmo 45: “Deteneos y reconoced que yo soy Dios, más alto que los pueblos, más alto que la tierra.” Aprovechemos este momento histórico porque pasará. Lo mismo que el tiempo de Jesús en la Cruz. Él no permanece crucificado para siempre, sino que al tercer día resucitó de entre los muertos. Esta es “la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central” (Catecismo de la Iglesia Católica 638).

Antes de despedirnos, queremos agradecer a todos vuestro interés por nosotras y por todos los que vivimos en Buenafuente del Sistal, tanto si lo habéis hecho de forma explícita, a través de otros, o lo que es más importante en comunión en la oración.

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